miércoles, 21 de diciembre de 2016

Cuento de Navidad, 2016
 
Esta tarde, víspera de Navidad, ha tenido ocasión de comprobar primero el bullicio en el metro; después, desde el autobús, el ajetreo de la gente, más que satisfecha en este barrio céntrico y acomodado. Como cada año. Ha entrado por la puerta lateral de servicios y se ha dirigido al cuarto de cambiarse que comparte con las otras tres compañeras, se ha despojado de su vestimenta y se ha puesto el planchado uniforme, blanco sobre negro, se ha recogido el pelo castaño en un moño, sujeto con pasador y se ha calzado los zapatos negros de tacón bajo. Ha salido a la atmósfera confortable del salón principal, cargado de los efluvios de las infusiones, confiterías, fritos, horneados  y licores y ha saludado, como siempre, al encargado con una frase de amistoso respeto y con una sonrisa a las compañeras de faena. Recoge la bandeja de alpaca pulida y comienza la tarea. El reloj de pared, antiguo y suntuoso, marca las once de una mañana transparente, fría y madrileña. Salen y entrar clientes y el ajetreo se acelera. El salón está engalanado con discretos y bien seleccionados toques de ambiente navideño, la iluminación es algo más intensa, una suave y casi imperceptible música evoca los villancicos más conocidos con  el tintín de cascabeles y campanillas, algunas poinsetias  distribuidas  en repisas y hornacinas ponen notas de color con sus blancos, verdes o llameante púrpura.
El salón principal está lleno. A ver, para la 9, cinco servicios, tres cafés con leche, uno descafeinado, un té, una torta, una caracola, dos cruasanes plancha con mermelada de cereza y una de roscón, dame la cuenta, aquí está la vuelta, y esto de la propina…, vamos, vamos, para la 5 un café largo de café con leche y un chocolate con churritos y jarrita de agua fría…
Y así horas y horas, le duelen los pies, le  pesan los zapatos y aún le queda jornada.
Pasada la media tarde, está anocheciendo, lo ha visto entrar dubitante buscando una mesa, se sienta a un velador bajo el añoso reloj de péndulo, hoy no trae libros ni cuadernos ni periódico pero sí ha tirado la trenka, como siempre, sobre la silla próxima. Se acerca, risueña, me alegro de verlo, él le responde, como sin que venga a cuento, que ya pasó por aquí esta mañana, para desayunar, ¿y qué le apetece a esta hora?, pues lo de siempre, para no variar. Mirándola a los ojos con una sonrisa. Enseguida se lo traigo, y siente que le sube una tierna calidez que le enciende el rostro.

Por fin, se acabó por hoy. Y vuelta a transfigurarse con el tres cuartos guateado, el pelo suelto, los guantes y la boina morados y estos botines tan cómodos. Y camina hasta la parada del autobús, y nota que la han tocado en el hombro suave pero con decisión y se vuelve. ¡Ah! Es usted, no sabía que cogiera este autobús, nunca habíamos coincidido. Y él se explica, que siempre va en metro porque vive en dirección contraria, y añade me llamo Eduardo. Y yo Maty, bueno, Matilde. Encantado, Maty. Mucho gusto, Eduardo. 

martes, 29 de noviembre de 2016

Cuadernillo de Notas, 93

Apoyado y reforzado por mi Hada del Otoño me he decidido a escuchar la llamada del norte y he dejado mi cobijo en el que me siento amparado en mi actual situación. Pasar unos días en Bilbao y San Sebastián es tener asegurada la acogida de sus gentes con los consabidos tópicos en cuanto a la gastronomía variada, el paisaje y otros tantos detalles que es innecesario enumerar por ser conocidos de cuantos por allí hayan pasado. He disfrutado de la lluvia, del escaso sol, de la niebla y la neblina, de los pinchos de su excelente cocina y de todo lo que imaginar se me pueda permitir. En Bilbao ha sido indispensable acudir al Museo Guggenheim, admirado y discutido por sus audacias arquitectónicas y por sus exposiciones temporales, en estos días la dedicada al pintor Francis Bacon.
Lo más interesante es recorrer sus calles y jardines y plazas y la catedral y algunas iglesias y tabernas y restaurantes y la ría y más y más…, incluso el Puente de Calatrava, sobre el Nervión, motejado por los ingeniosos peatones como el puente delos morrazos.  En el colmo de la originalidad (somos así y no podemos disimularlo) nos hemos equipado, en una tienda fundada a finales del siglo XIX, de boinas vascas de distintos colores en la que se nos ha impartido por el habilísimo vendedor una lección estética de cómo lucir airosamente este tradicional cubrecabeza.   
En San Sebastián nos camuflamos bajo la apariencia de turistas de manual.Hemos acudido a la Playa de la Concha, al puerto, recorrido el paseo de Ondarreta, nos hemos despeinado con el Peine del Viento y el Hada se ha paseado por las arenas de la orilla de la bahía en tanto yo la admiraba desde el malecón. Y nos hemos reparado, cómo no, en las tabernas de pinchos.
No hay fármaco más eficaz contra la nostalgia que empaparse del olor, el paisaje y la sonoridad de este mar acompañado por una deidad fantástica.            

viernes, 11 de noviembre de 2016

Cuadernillo de Notas, 91

Hoy, día de San Martín (de Tours), caballero en la guardia imperial romana y más tarde obispo y santo patrono de numerosos lugares de la cristiandad.   
Hay opiniones distintas sobre cuáles sean algunos de los símbolo más populares en nuestro país. Muchos se inclinan por el toro con su carga ancestral y oscura, lúdica, sexual, patriótico-deportiva, religiosa, polémica, artística y hasta publicitaria (los de Osborne, en las autovías). Otros están convencidos de que el tótem ibérico más apreciado es el cerdo, que ha trascendido los límites de la Península (Portugal también existe) para ser reconocido en el ancho mundo como delicia gastronómica, aunque muy pocos se atreverían a llevarlo impreso en una camiseta o sobre la bandera nacional.   
Desde antaño, con los fríos del otoño, el pueblo de mi infancia se cargaba del olor acre del humo de las fogatas que en patios y corrales se levantaban para chamuscar la hirsuta pelambre del sacrificado,  calentar calderos de agua con que  lavar tripas y mondongos, y asar alguna prueba. Los animales, que hasta aquel entonces, habían convivido con la familia a lo largo de todo el año, compartiendo los avatares de la vida y los ajetreos de su cuidado y ceba, eran hoy motivo de regocijo familiar, de cooperación desinteresada de los vecinos y de diversión general y asegurada para los niños (y los gatos).
Por estos días, al ídolo, venerado en las recias esculturas graníticas de los  verracos esparcidas por la Celtiberia de vacceos y vetones, le llegaba su hora y sufría en su sangre, carne, vísceras y demás despieces, una transfiguración sublime en morcillas y chorizos, morcones y lomos, longanizas y botillos, y en S.M. el jamón ibérico de bellota…, que, más adelante, se incorporarían a nuestros cuerpos y almas en venerada comunión alimenticia.
Esta evocación  queda sellada y fechada en un dicho de significación varia y ambigua: “A cada cerdo le llega su San Martín”, sentencia que también avisa a los que obran mal de que, más pronto o más tarde, recibirán su merecido. Que así sea, si así os parece.

lunes, 24 de octubre de 2016

Cuadernillo  Notas, 88

Llueve de forma intermitente una llovizna neblinosa y la temperatura es tolerable en este otoño madrileño. En días como éstos me resulta más atractivo el paisaje que las gentes que discurren alrededor. Con la compañía de mi Hada del Otoño, los pasos (es una manera de hablar) nos llevan a una ínsula de verdor a pocos kilómetros de la gran ciudad: un extenso espacio plantado de variedades de árboles, de palmeras exóticas y de las familiares, de olivos añosos y retorcidos, de granados enanos, y de fuentes ornamentales, de maquinarias, herramientas y útiles para jardinería, de flores multicolores en extensas bandejas de macetas... Olores del tomillo, romero y lavanda. Un pavo real, surgido de dios sabe dónde,  nos precede pavoneándose sin prisas por una vereda hasta que decide desaparecer por un lateral. Tufarada de humedades, abonos, fumigaciones, montones de residuos de las podas y barridos. Olores, colores, sonidos y el tacto rugoso del paquidérmico roble.  
Mi deidad otoñal me obsequia con una macetita de pensamientos, por mejor decir, de violas, y yo la correspondo con un tiesto de ciclamen rosado purpúreo.
                                                                      
Una tarde perfecta en este vivífico vivero.

lunes, 10 de octubre de 2016

Tú estás loco, papá
 
                                                                           Para Eva, 1978

Teníamos que aprovechar los días de vacaciones de Pascua, así es que le dije a Eva que lo mejor sería que tomáramos la carretera y nos fuéramos a cualquier sitio. Al principio no le entusiasmó la idea por tener que dejar a sus primos, a sus amigos y demás, pero a medida que se acercaba el momento de la partida se fue animando y al final estaba casi tan deseosa de viajar como yo. Por aquel entonces teníamos un land rover que desapareció a la vuelta del verano y no lo volvimos a ver más, o sea, que nos lo robaron. Pero eso es otra historia.
El viernes por la tarde, cuando Eva irrumpió en casa de vuelta del colegio en compañía de su amiga Marta, encontró en el salón su maleta pequeña dispuesta junto a mi bolsa de viaje.
-¿Quién ha venido?- preguntó.
-Nadie. -respondí- Somos nosotros, que nos vamos.
-¿Ya? ¡Qué pronto!
-No hay más remedio. Nos divertiremos. Ya verás.
-Bueno. Voy a despedir a Marta hasta su casa y vuelvo enseguida.            
Marta vivía en el séptimo B de nuestro mismo edificio y era su mejor amiga.
Salimos a la carretera de Extremadura. El coche funcionaba perfectamente con un ronquido redondo. Aunque la circulación se arrastraba densa y lentamente, yo me encontraba de tan buen humor que ni siquiera tal contrariedad podía enturbiar mi estupenda disposición.
-¿Por qué no corres más, papá?
-Es preferible ir despacio para que el motor se vaya calentando. Además, no está la vía como para hacer una carrera. Te haré una demostración cuando pasemos el atasco.
Llegamos al cruce, tomamos la desviación a San Martín de Valdeiglesias y pudimos marchar con rapidez. Nos íbamos alejando de Madrid en una luminosa tarde en la que la primavera se había instalado incluso dentro del coche.
-Bueno, ahora no corras, no vayan a ponerte una multa los picoletos.
-Conduciré con cuidado. No tenemos prisa. Cuando lleguemos, entonces será la hora justa de llegar. Con este truco nunca nos retrasaremos.
En un abrir y cerrar de ojos estuvimos en la zona de los pantanos. La carretera discurría entre cerros verdeantes de hierba y arbolados de pinos, encinas  y fresnos que daban al paisaje la blandura irreal de una película de dibujos animados. La cola del embalse de Picadas se salvaba por un puente de hierro que obligaba a aminorar la marcha. El estruendo metálico nos acompañó durante doscientos metros. Nos apartamos de la vía y paré el motor. Descendimos por la ladera herbosa hasta la orilla del pantano. Eva charloteaba continuamente, pasando con volubilidad de un asunto a otro, al tiempo que buscaba algo que arrojar al agua.
-¿Tú crees que si tiro esta piedra al agua le podrá caer en la cabeza a un pez?
-No es muy probable. Los peces son rápidos y las piedras al entrar en el agua se frenan. Van más despacio, ¿sabes? Además, está el instinto: huyen de lo que los asusta. -no  sé si me entendía-. Como tú o como yo: salimos corriendo si algo nos asusta
-¿Es eso el instinto? Es una palabra que he oído pero que no sé lo que quiere decir.
Volvimos sin prisas al coche y continuamos la charla y la marcha.
-No te preocupes. Todas las palabras tienen algún valor. Por ejemplo, instinto. Es algo que los animales, y también el hombre, poseen, sin haberlo aprendido antes. Así es como ningún gatito o ningún perrito o ningún niñito tienen que aprender a mamar de su madre. Lo saben por instinto. Y salimos huyendo si algo nos asusta ¿Me entiendes?
-Sí. ¿Todas las palabras tienen que significar algo? ¿Incluso las palabrotas que yo no debo decir, pero que tú algunas veces dices?
-Claro que sí –pasé por alto su intencionada advertencia-. Por lo menos las que vienen en los diccionarios, y muchas que no vienen en los libros también quieren decir cosas. Fíjate: es posible inventar palabras. Vamos: inventa tú alguna y tú misma le das el significado que te parezca.
Cavilaba seriamente con el ceño arrugado.
-No se me ocurre ninguna. Es muy difícil. Empieza tú.
-Empezaré yo. A ver…, Glutridón. Un glutridón. Eso es. Glutridón.
-¿Qué quiere decir?
-¿A ti que te parece?
- Que estás un poco loco, papá.
Silencio concentrado. Pensé que debía ayudarla.
-Un enorme animal prehistórico que vivió hace millones de años. Y que, se alimentaba de piedras, grandes peñascos como esos que ves ahí. Eso es un glutridón
-Ja, ja, ja. -estaba divertida y se reía con los ojos y con las manos y con los pies. – Glutridón, glutridón. Eso está bien. Ahora me toca a mí... Esgarrañiff. ¿Qué es? ¿A que no sabes lo que es? Esgarraaañiff. Esgarraaañifff.- canturreaba.
-Tal vez un pájaro.
-No. No es un pájaro. Ni siquiera un gato. (pausa). No sé qué puede ser. Esgarrañiff. (pausa) He inventado una palabra y no sé para qué sirve.
-Bueno, déjala ahí. Seguramente si piensas en ella le encontrarás algún uso.
-Sí. Es verdad. Ahora quiero que paremos.
-¿Para qué?
-Tengo que esgarrañiffar.
-¿Cómo?
-Ja, ja. Que pares, que pares. Me estoy aguantando las ganas de esgarrañiffar. ¿Lo entiendes?
Detuve el coche en el arcén y puse las luces intermitentes. Se bajó de un salto y traspuso una paredilla  de piedras, de las que separan una finca de otra. En la mano sujetaba con decisión un manojo de clínex.
Mientras iba cayendo la tarde, el coche corría sin ningún esfuerzo. Solamente en algunos tramos la sinuosidad de la carretera hacía aconsejable aflojar la marcha. Los automóviles que nos superaban o con los que nos cruzábamos eran cada vez más escasos. En largos tramos circulábamos cómodamente en solitario. El cielo se oscurecía por momentos y conecté las luces. Los picos más altos de Gredos lucían con un rojo cobrizo. Delante de nosotros una estrella, una sola, brillaba solitaria y muy cercana. No era una estrella pero sí un astro que brillaba como una estrella.
-¿Qué estrella es esa, papá?
-No lo sé. Creo que no es una estrella. Puede que sea Venus. Un planeta. Creo que es el planeta más cercano a nosotros. A la Tierra, quiero decir.
-¿Está muy lejos de aquí? ¿A cuántos kilómetros?
-No lo sé. Pero muchísimos. No existe una nave espacial que sea capaz de llegar allí. Y lo que parece más difícil aún: regresar a la Tierra.
-A la Luna sí que han ido los americanos.  Y han vuelto. Nos lo contó la seño.
- Sí. Claro. La Luna está mucho más cerca.
Con la rumorosidad del motor y el pobre aislamiento acústico del coche no es de extrañar que Eva empezara a sentir el efecto adormecedor del ronroneo constante. El ajetreo de un día en el colegio ponía su valor añadido.
-Escucha. Si tienes hambre, saca algo de la bolsa que va ahí detrás o si prefieres tomar un refresco dímelo y pararemos en el primer bar que veamos.
-Bueno. Ahora no tengo hambre pero miraré a ver qué es lo que hay.
Seguimos corriendo durante un buen rato. Eva se puso a hurgar en las provisiones. Peló un plátano y empezó a masticarlo con gusto y ruido exagerado. Me estaba provocando pero no caí en la trampa. Gesticulaba y se relamía haciendo con el dedo índice un rápido movimiento circular sobre la boca cerrada.
-Está muy bueno. ¿Cuándo llegaremos a Jarandilla?
-Dentro de una hora y media, más o menos. Ahora son casi las siete. Nos hemos retrasado bastante con las paradas. Estaremos allí sobre las ocho y media o así. Con la noche ya encima.
-Ya sabes que no debes conducir de noche, papá. Tú mismo dices que de noche ves menos que un pez frito.
-¡Bueno…! No hay que exagerar. Es verdad que no veo lo mismo que con la luz del día, pero eso le pasa a casi todo el mundo, aunque no lo digan. Si vamos con cuidado, no habrá ningún problema. Iré más despacio. Y tú, si tienes sueño, te puedes pasar atrás y arroparte con la manta.
-Por ahora, no. Anda, invéntate un cuento, como cuando yo era chica. O mejor, cuéntame cosas de cuando tú eras pequeño.
La carretera seguía, superadas las estribaciones de Gredos, por una planicie que dejaba a nuestra derecha las montañas difuminadas, con sus picos más altos blanqueados por manchas de nieve que reverberaban en la tardecita. A lo lejos, brillaban, mortecinas, las luces de un pueblo.
Eva y yo habíamos charlado largamente, en muchas ocasiones, sobre mi infancia, sobre mi familia, sobre el pueblo en que nací y sobre lo que hacía y sobre lo que dejaba de hacer.
-Mi abuelo Miguel nos enseñaba a pescar. A mis hermanos, a mis primos y a mí. También nos llevaba muchas veces a nadar y a coger fruta de la huerta. Sobre todo higos.
-A mí no me gustan los higos. ¿Tú crees que este verano sabré nadar bien-bien? El año pasado ya era capaz hasta de bucear. No sé si se me habrá olvidado.
-Nadar y montar en bicicleta son cosas que, una vez aprendidas, ya no se olvidan nunca. Al menos, eso es lo que dice mucha gente. Y yo me lo creo.
-Claro, porque nadar sí sabes, pero montar en bici ya es otra cosa…
-Nadie es perfecto. Yo te recuerdo lo que dice la gente que lo ha probado.
-Bueno, sí. ¿Y qué más?
-¿Qué más de qué?
-Pues de cuando ibas a pescar con tu abuelo y  tus hermanos y todo eso.
-No sé si podré recordar todas las historias que ya te he contado. No me gustaría repetírtelas. Quisiera añadir otras que no sepas.
-No me importa. Me gusta escuchar historias que ya conozco.
Charlábamos y charlábamos durante los viajes; eran algunos de nuestros mejores momentos. No sé cuándo empezó a  quedarse dormida pero sí que fue después de tomar de la bolsa algo para comer y de hacer más de mil preguntas sobre todo lo que le dio la gana preguntar. Saltando por encima del asiento, se acurrucó en la parte posterior del coche, con la cabeza sobre la bolsa y se tapó con la manta hasta la barbilla. Me imagino que uno no puede soñar adrede, pero ella lo intentó.
-Cuéntame un cuento, papá.
Empecé a pensar, en voz queda, en lo que había hecho a lo largo del día. Me había levantado temprano y había preparado el desayuno para los dos; la había acompañado hasta la puerta de la escuela; después estuve ocupado en minucias que me llevaron toda la mañana: llamar a la redacción de la revista, ir al banco para indagar sobre algo relacionado con el precario estado de mis cuentas, pasar por el despacho de Ildefonso y manosear una vez más las cuestiones que nos siguen preocupando en torno a eso que éramos y en lo que hemos venido a caer, etc. etc., y tomar una cerveza en el lugar de costumbre con los habituales. Sólo cuando volví a casa y me puse a ordenar el equipo me encontré interesado de verdad. Y de pronto, Eva y yo, nos habíamos sentido felices de poder abandonar la ciudad y echarnos a la carretera.
Hacía rato que era noche cerrada. Me detuve en una plazuela tenuemente iluminada. Eva se desperezó debajo de su cobija con la mirada llena de sueño.
-¿Dónde estamos?
-Ya hemos llegado. Despabílate, bella durmiente.
Estábamos en Jarandilla de la Vera. Atravesamos el pueblo y aparcamos junto a un pequeño hotel cercano a  la mole oscura de un convento. Una mujer joven se nos acercó tras la barra del bar, a esta hora casi lleno. Pedí una habitación doble con baño y  me entregó la llave que pendía de un aparatoso rombo de madera con un número grabado a fuego. Subimos al primer piso, dejamos nuestro exiguo equipaje y nos aseamos someramente. Eva, tumbada en una de las camas, se hacía la remolona pretextando un sueño a todas luces evidente. Con todo, teníamos apetito y bajamos al restaurante. En la televisión estaban dando una comedia americana de Doris Day que atrajo su atención durante unos minutos; era una historia previsible, de las de siempre. Una muchachita joven de aspecto aseado y delantal limpísimo nos recitó los platos. Durante el intermedio televisivo empezaron a pasar docenas de anuncios  y Eva comenzó, como otras veces, una parodia improvisada. Era una forma más de complicidad.
-Le diré a la chica que me traiga el pescado con limones salvajes del Caribe.
-Papá, esta sopa sabe  a…
-¿A qué, cariño mío?
-A pueblo. ¿Pues qué te creías?
-¿Y a quién se lo has dicho?
-A mi vecina del tercero, a ti, a la camarera y, si me dejan, al cocinero.
-¿Y si la chica se lleva tu sopa?
A nosotros nos parecía divertido. Quizá porque una vez más estábamos viajando.
A la mañana siguiente, mientras Eva se duchaba, bajé para encargar el desayuno. A esta hora temprana no había más de cuatro clientes y el comedor estaba reluciente y aireado. La chica me puso delante el café con leche, tostadas con mantequilla y rebanaditas de pan frito que devoré con gusto. Me entretuve leyendo por encima el diario regional, más atento a los detalles locales y a la publicidad que a las noticias de interés general. Desde aquí se percibía muy distante lo que sucedía en Madrid. Madrid ya no era el ombligo del mundo, sino el lugar del que veníamos y al que inexorablemente habíamos de regresar. Por hacer algo, me acerqué el coche y me puse a ordenar el interior, el desbarajuste de tebeos, mantas, restos de comida, mapas, gorras y más cosas. Volví dentro y me senté junto a Eva que, muy lavada y repeinada, daba buena cuenta de su desayuno y charlaba con la camarerita joven. Junto a la mesa, muy colocado, nuestro equipaje.
Propuse que diéramos una vuelta antes de continuar el viaje. Callejeamos sin rumbo por el pueblo lleno de flores, con balcones y ventanas repletos de tiestos, latas, cajas de madera, todo servía para que en su interior creciera una planta. Había geranios trepadores que subían por la fachada hasta el tejado, hortensias azules que surgían de tinajas desportilladas y más plantas con o sin flores. Las calles empinadas y las plazuelas con galerías de madera tenían el aire limpio y fresco, recién lavado de esta mañanita de abril. De algún sitio llegaba el olor honrado a pan recién sacado del horno.
Subimos por escalones anchos, tallados en el granito, hasta la iglesia levantada sobre la roca viva. Y lo miramos todo: dentro era el silencio. Sólo se oía bisbisear a unas mujeres que disponían los paramentos del altar para los oficios. Las imágenes aún no estaban veladas por los paños morados de la Semana de Pasión. Eva me pidió un duro para encenderle una lamparilla a un Cristo crucificado de expresión siniestra y pelo apolillado natural que inclinaba la cabeza con ojos enajenados y extáticos.
Salimos al día exterior y nos asomamos al camposanto adosado a la iglesia, un jardín poco cuidado, con lápidas y panteones en medio de la vegetación vivaz y espontánea de la primavera. Era un cementerio alegre con notas de color, amapolas y margaritas silvestres y los amarillos del diente de león.
-Probrecillo. No tenía ni una vela encendida y ahí dentro está muy oscuro, papá.
-No te preocupes demasiado por él. En estos días tendrá que salir a la calle más de una vez. Es la época del año en que más ocupados están los Cristos y las Vírgenes y toda la corte celestial. Es su campaña anual de lanzamiento y promoción. Estoy seguro de que todos se sentirán encantados. A nosotros también nos gustan las procesiones, ¿no?
- Bueno…sí.
Volvimos al coche. Eva entonaba una canción sobre tres alpinos que volvían de la guerra, ría, ría, rataplán, que volvían de la guerra y que el más pequeño lleva  un ramo de flores, ría, ría, rataplán, lleva un ramo de flores, y la princesa estaba en la ventana, ría ría rataplán,  y le decía pequeño alpino, regálame esas flores, ría ría rataplán, regálame esas flores, etc. etc…Yo silbaba la melodía sin desafinar más que lo justo. Cuando se disponía a subir al auto chocó su cabeza con el marco acerado de la puerta: no fue un golpe fuerte pero sí doloroso; yo veía sus ojos llenos de agua y su valiente esfuerzo por no llorar. Le tomé la cabeza entre las manos y se la froté por todos los lados; luego se la besé en la coronilla.
-Cuidarás de ella, ¿verdad? Sólo tienes ésta.
-Sí, papá.
Conduje hasta la carretera principal y seguimos por ella hasta la salida del valle, en dirección hacia Plasencia. La vitalidad se mostraba esplendorosa en la luz y el cielo brillante, en el agua de las gargantas que se precipitaba desde la sierra, en los árboles en flor, en el olor y la vibración del aire. Todo invitaba a cantar, así es que entonamos, con entusiasmo y brío estentóreo, nuestro berrido favorito de saludo a la mañana.

Más tarde nos sucederían otras peripecias y hablaríamos de muchos asuntos, hasta llegar a la Peña de Francia, ya en la provincia de Salamanca. Allí encontraríamos a otros amigos y a mi hermano Fernando y a Alicia y a una cabra que atendía, cuando le daba la gana, por Sinforosa y a un fraile dominico que se llama Jerónides y que también era amigo nuestro, y al señor Ramón, el "farero" encargado del Repetidor de la Televisión y a su perro, pintiparado a su dueño.
Pero estos personajes son origen y pretexto para otras historias.

miércoles, 5 de octubre de 2016

El profesor de la asignatura

En el poblachón manchego, cuyo nombre había sufrido todas las evoluciones fonéticas posibles desde el árabe original al castellano más castizo, achulado y zarzuelero, vivía no hace muchos años el que había leído tantos y tantos libros, desde la Odisea a los relatos de Faulkner, desde el libro de Buen Amor a Tiempo de silencio, desde la Comedia a  Volverás a Región, Rayuela y el Pentateuco bíblico, amén de la épica medieval francesa y la lírica renacentista europea, y a toda la caterva de filósofos didactos, científicos filólogos y farsantes de sombrero y pelucón o capelo y tiara del llamado siglo de las luces, aunque nunca pudiera dar fin con el Ulysses ni interesarse por el Capitán Pérez Reverte y sus alas tristes. Leía para mostrarle a sus alumnos que la cátedra de EMT (Elucidación del Mundo a través de los Textos), algo tenía que ver con la Empresa Municipal de Transportes (empujando-montan-todos), en la aportación al desarrollo,  proliferación y apuntalamiento de conceptos tales como narratario, pragmática literaria, literaturidad o literariedad, sociolecto, narratividad y muchas más escorias amontonadas por eruditos, analistas, profesores ful, críticos y gente espontánea de similar catadura.
Era nuestro profesor de los de estilográfica en ristre, papel secante y cuadernillo de la familia moleskine, cochambroso automóvil nada corredor y mapas del MOPU escala 1:50.000 para rutas imprevisibles.
Toda su hacienda la integraban un reducido reducto polivalente de ático-vivienda-cueva-estudio, enladrillado de miles de libros, carpetas, impresos heterogéneos, una Underwood de los M-40 que no funcionaba hacía años y un PC, hoy por hoy tan  imprescindible como máquina de escribir y para otros disfrutes menos confesables, enseres en los que había invertido las tres cuartas partes de su exiguo estipendio de docente de Gimnasia humanístico-literaria
Del mucho leer y poco dormir, cuando frisaba en la cincuentena, vino a dar en la más extraña manía que imaginar se pueda, que fue la de leer y releer durante todas las horas que podía un solo libro, EL LIBRO, el único libro, explicándolo y desmenuzándolo cada año ante cada nueva generación-caterva de jóvenes ávidos de elucidar el mundo. Con tal afición se engolfó en la absorbente tarea que llegó a aprender de memoria pasajes enteros, discursos sobre discutidos y confrontados temas, diálogos sabrosísimos surgidos a lo largo del camino entre los personajes principales, aportación hispana al acervo de la cultura universal, que para algunos son la encarnación de una falsa y maniquea dualidad entre el idealismo y el realismo. Las sucesivas, y aún simultáneas, dulcineas trigueñas, morenas y hasta una pelirroja auténtica, funcionaria en el Ministerio de Hacienda, le dieron cuanto ellas tenían de hospitalaria ternura, aunque siempre terminaran por marcharse con otro. Al pasar de los años y con los avatares del vivir, su figura perdió volumen, su rostro se estrechó en alechuzado perfil y, con la barba en punta, corta y entrecana, fue adquiriendo la máscara de la soledad asumida. En sus andanzas, nada quiméricas, escuchó las voces de Ruidera, atendió el silencio inmóvil de las aspas en Criptana, probó el contundente condumio en las ventas de camioneros de Puerto Lápice, sintió el atardecer sofocante en el campo de Montiel, le resultó imposible curiosear dentro del agujero de Montesinos, persiguió en Pedrola, sin hallarlo, el palacio ducal, bordeó la ribera del Ebro por si quedaba algún barco de vela que no fuera un catamarán de turistas, deambuló entre las breñas de la Sierra Morena… y nunca, nunca se acercó a El Toboso. Temía no dar con la casa ni hallar a su dulcinea. 
― Estimados contertulios ― les decía a sus presuntos discípulos ― siempre me he preciado de no beneficiarme de la preeminencia que me da esta cátedra para hacer proselitismo entre ustedes a favor o en contra de tal o cual teoría sobre la interpretación del mundo, o de la actividad programática y volandera de los partidos políticos, o de las enconadas pasiones futbolísticas entre los eternos rivales o de las opiniones sobre las religiones y sus variadas modalidades, y de otras verdades esotéricas. He considerado, con todo el respeto que el libre criterio me merece, sus puntos de coincidencia o disidencia como manifestación del deseo de encontrar cada cual de ustedes su propio camino, una búsqueda personal de sí mismos. Recuerden con qué énfasis, irónico casi siempre, he procurado que se mantuviera el desusado “usted” como una raya invisible que separara a este profesor del “colega-profesor-colega-tíocojonudo-colega guai y enrollao”, espécimen surgido al amparo de las más novedosas (y espero que pasajeras, gracias-a-dios) innovaciones de psicos, pedagogos y gurús marinescos que confunden el culo de sus intereses con las témporas. Tan solo he incurrido en una excepción a lo dicho hasta aquí, mis apreciados y expectantes jóvenes: algunos se habrán percatado de mi intención, curso tras curso y generación tras generación, de convertirlos a ustedes, a sus antecesores y a sus consecuentes, en catecúmenos. Sí, han oído ustedes bien, en catecúmenos. Con insistencia les he animado a perseverar en la lectura y relectura del LIBRO, a que lo consideren como una biblia en la que se compendia un saber no sistemático, y por tanto, para muchos, carente de todo valor, como proveniente, a partes iguales, de un orate y un tullido. Si lo consigo, les aseguro que les acompañará a lo largo de sus existencias y en sus páginas encontrarán en cada edad, en cada circunstancia, motivo de diversión gustosa, consuelo en la aflicción, reflexiones enjundiosas, ejemplos de socarronería cazurra, refranes para toda ocasión y su contraria, sacrificios abnegados, la mofa más cruel, la ingenuidad bondadosa, el amor desinteresado, la estupidez ilimitada, la largueza extrema, la torpe ingratitud…  
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El día en que el profesor de la asignatura dictó la última lección, cuando se jubiló definitivamente y del todo, cuando en los nidos de antaño ya no habría pájaros hogaño nunca más, dejó en la memoria de algunos de sus compatriotos un rescoldo de saberes inútiles, expuesto en palabras, en decires, en sentencias tomadas de aquí y de allá.
Aquellos que perduraron, a través del tiempo, en la senda del LIBRO, sintieron que el libro les hablaba con su voz y con su triste figura.

viernes, 30 de septiembre de 2016

La estilográfica

Sobre la mesa, Daniel escribe crónicas para su periódico y ensoñaciones para sí mismo desde este paraje remoto en el que siempre es de noche aun cuando sea de día. La estilográfica reposa o descansa encima de unas cuartillas a medio acabar, como interrumpida por un paréntesis en la tarea o en un desmayo de la inspiración. Es una pluma rotunda y maciza, del color de la antracita, pulida y brillante, con una estrella de marfil de puntas redondeadas en el remate del capuchón, en torno al que se enrosca una serpiente plateada de ojos de amatista, dos diminutas gotitas violeta. Un objeto que suscitaría el deseo de poseerlo y que empujaría al robo gratuito e indisculpable. El plumín de oro, cargado con negra tinta, va devanando sobre el papel la fina hebra del pasado, del presente, y quién sabe si del futuro, de este transterrado. Cada noche y cada día traslada con palabras elegidas, los paisajes y los nombres lejanos.
El observador trivial no verá en ella más que el artilugio mecánico que supuso, en tiempos pasados, cierto progreso en la escritura de puño y letra. En el presente es una capricho obsoleto, apropiada para la vitrina de un museo o el escaparate blindado de una tienda de regalos selectos. Con letra menuda y clara, perfectamente legible a pesar de las tachaduras y rectificaciones sobre correcciones,  inventa Daniel poemas nunca publicados, cuentos que aparecerán en revistas literarias de mínima difusión, novelas iniciadas en espera de ser concluidas, relatos de amor, de mar y de extenuación, desatinos surgidos de noches alcoholizadas, nostalgias risueñas, renuncias dolorosas…
Cuando remata y da por acabadas las páginas para el diario alimenticio, Daniel se pone al teclado del ordenador y con los dedos índice, medio y pulgar de ambas manos, va incorporando líneas a la pantalla iluminada con el ensimismamiento del que encaja rimeros de palabras sin apenas comprometerse con ellas: “Estocolmo, Viena y París han solicitada a la Unión Europea la puesta en marcha de un plan para crear un equipo de expertos que trabajen en la elaboración de un proyecto que consolide los acuerdo políticos y económicos…” 

viernes, 23 de septiembre de 2016

Cuadernillo de NOTAS, 83

Parece evidente que en estos tiempos dichosos tenemos la suerte de disfrutar de los caminos de la felicidad, que son inescrutables, como antiguamente se predicaba de los caminos de Dios (la Biblia, Epístola a los Romanos, 15, 3). El sofisticado universo de las modas, de las marcas, de las exigencias más estrafalarias… ha invadido las maneras y formas de satisfacer las ansias de destacar, de ser los primeros en cualquier competición por difícil o grotesca que parezca a los que viven al margen de tan insólitos alborozos. Es una lástima que yo me vea imposibilitado, por edad, saber y gobierno, para gozar de los antedichos placeres. Resignado, doy salida a mi sentir en esta Nota del Cuadernillo.  
En el noticiario de una cadena de televisión daban como acontecimiento digno de interesar al teleadicto, la jolgorienta presencia de un muy nutrido grupo de personas adultas de variados sexos, edades y cataduras, que se saludaban entrechocando las palmas de las manos al tiempo que se abrazaban, daban saltitos, emitían grititos y otras manifestaciones de exaltado júbilo, a las puertas, abiertas de par en par, de una tienda de coloreados escaparates. La razón de tales manifestaciones radicaba en que esta cuadrilla de bienaventurados había alcanzado la dicha de ser de los primeros en adquirir, tras larga espera, un teléfono móvil de última generación por un precio que superaba los 800 €.
Me siento excluido y lo lamento porque mucho me apetecería experimentar estas sencillas alegrías, en lugar de preocuparme por el repelente espectáculo que ofrecen los prohombres de la patria (lo de prohombres está utilizado con aviesa intención) cuya actividad más provechosa, en favor de la sociedad pagana, reside en percibir unos envidiables emolumentos durante meses y meses y más meses, ¿por qué?… Me los imagino saludándose, con seriedad solemne, muy alejada del rebullicio de los forofos del teléfono de los 800 €.

lunes, 22 de agosto de 2016

El Cuadernillo de Notas, 80
                                                               
Hace algunos años me regalaron un cuaderno de bolsillo protegido por una cubierta de cuero crudo. El cuaderno ha sido renovado innumerables veces y la cubierta, con el uso y el paso del tiempo, ha adquirido el castaño oscuro y  pulido de la silla de montar de un imposible caballista y ha perdido del todo el olor acre y honesto del taller del talabartero. De vez en cuando la embadurno con uno de esos potingues protectores de manos  para sobarla y resobarla hasta que se lo embebe del todo. Me ha acompañado en mis andanzas, mis salidas y mis entradas, mis dolores y mis alegrías… En sus páginas manuscritas se ha ido plasmando en pedazos, con más o menos precisión, el devenir de mi existencia.
Es el baúl en donde se almacenan de forma caótica y, paradójicamente,  ordenadas (¡ah, las fechas y mi constante obsesión por el paso del tiempo!) algunas sugerencias que me sirven para escribir de las cosas que escribo.

viernes, 19 de agosto de 2016

Cuadernillo de Notas, 79

Ayer, 18 de agosto, se cumplieron 80 años del alevoso fusilamiento de Federico García Lorca en el barranco de Viznar a pocos kilómetros de Granada, perpetrado por individuos afines al Alzamiento Nacional perfectamente identificados. El poeta murió, a los 38 años, junto a dos banderilleros y un maestro de escuela. Con tal efeméride, algunos medios de comunicación han dedicado unas páginas y espacios televisivos a recordarla. Es admitido que desde el mismo momento de su asesinato, Lorca, en su vida y en su obra, ha devenido en un mito que no ha cesado de crecer: desde el Antonio Machado postmodernista del 98, a los escritores del 27 y epígonos como Miguel Hernández, todos reconocieron la importancia de la multiforme obra lorquiana, y la inseparable fascinación que irradiaba la personalidad del autor del Romancero gitano, de Poeta en Nueva York, de La casa de Bernarda Alba o de El Público y de tantos otros títulos.
En este momento aún no se sabe con certeza donde están los restos del escritor. Consta que fueron trasladados, al poco del asesinato, a otro lugar no aclarado y de allí a otra inhumación, sin excluir la posibilidad de que se hallen en Madrid.
He hojeado mi edición de las “Obras Completas” de Lorca, reeditadas y ampliadas  en múltiples ocasiones por la Ed. Aguilar, y he releído durante largo rato algunas páginas, de entre las que he seleccionado  (sin dificultad y con osadía) algunos pocos versos como muestra mínima, pero estimulante, de su intensa, extensa y variada creación (poesía, teatro, ensayo y otros escritos). Mi intención es la de incitar a la lectura y relectura de este imprescindible autor.  
  
                                              ADIVINANZA DE LA GUITARRA
                                                               
                                                               En la redonda
                                                     encrucijada
                                                     seis doncellas
                                                     bailan.
                                                     Tres de carne
                                                      y tres de plata.
                                                      Los sueños de ayer las buscan,
                                                      pero las tiene abrazadas
                                                      un Polifemo de oro.
                                                      ¡La guitarra!

     (De “Poemas del cante jondo”)

                                                          
                                             CIUDAD SIN SUEÑO
                                                                   (NOCTURNO DE BROOKLYN BRIDGE)

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que se callase.
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(De “Poeta en Nueva York”)

viernes, 5 de agosto de 2016

Alba en Navidad (una de verano)

Esta historia está basada en hechos reales y cualquier parecido con la realidad será mera coincidencia.

Hasta hace poco todo iba bastante bien entre nosotros. Sólo me ha fastidiado desde el principio su condenada afición a fumar en la cama mientras hojea revistas de las llamadas “del corazón”, o lee novelas del capitán pérez reverte y al mismo tiempo ojea la televisión. He podido corroborar, aprovechando su ausencia, tras morosas inspecciones oculares, inducido por mis chácharas con la portera, la existencia de ostentosas quemaduras en sábanas y edredón. Nunca me he atrevido a reprochárselo por no descubrir mis incursiones culposas en su zona de reserva: las puertas de todas las habitaciones han permanecido siempre sin echar la llave.
Alba y yo nos conocíamos desde la época universitaria en que practicábamos una camaradería que, si se me permite hoy decirlo, tenía algo de añejo, heredado de la progresía de los años finales de la putrefacción de la dictadura, una rebeldía un poco esnob, la estética y la ética, en fin, lo de siempre, los freud, marx, jung, reich, nietzsche y otros teóricos del eros y el tánatos, del rechazo (al padre), de la alienación, del sexo, del materialismo dialéctico, del amor (como liberación) y de todas esas zarandajas, mal leídas, peor traducidas y apenas asimiladas, en ediciones de bolsillo resobadas y en resúmenes incompletos perpetrados por sabe dios quién.
En cuanto terminé en la Universidad, con casi veintiséis años, me reclamaron para la servidumbre militar, agotadas las prórrogas por estudio. Después de tres meses de vacía estupidización como soldado raso en el ejército del aire -jamás llegué a ver un avión, ni siquiera un aeroplano, a menos de quinientos metros y siempre guardados en  hangares-, me pusieron en libertad con media arroba de más repartida en torno a mi cintura. Argumentaron confusas razones que tenían que ver con la avanzada edad de la víctima, tal vez espoleadas por mis insistentes objeciones de conciencia basadas en unas sólidas creencias religiosas sin especificar, que el soldado ocasional que yo era, estaba decidido a fundamentar, llegado el caso, en el pacifismo de los testigos de jeová, en la mansedumbre de los cuáqueros de las películas americanas y, si mucho me apretaban, hasta en la beatitud de los jare krisna o en cualquiera otra forma de elevada espiritualidad singular.
Más joven que yo, ella se había licenciado sin pena ni demasiado esfuerzo en una Facultad de desinformaciones tan variadas que la llevaron, primero a la redacción de un diario de provincias como becaria y más tarde a la emisora de una tentacular cadena de radio, eso sí, recluida en una pequeña ciudad del Sur, lo que le suponía, siendo ella capitalina de Sanse(bastián) y de vocación cosmopolita, un no pequeño sacrificio. Durante algún tiempo nuestros contactos se redujeron a esporádicos y breves encuentros cuando, de paso, recalaba en Madrid, y a espaciados intercambios de tarjetas postales, remitidas desde tópicos enclaves de las costas patrias o desde aquellos otros que mostraban los matasellos de Londres, Estambul, París, Buenos Aires, Venecia, y del paraíso cubano. Era de suponer que seguíamos siendo amigos en la distancia y a pesar de las hojas caídas del calendario.
Las casualidades no existen pero yo creo, no muy en serio, en el destino. Algo me sorprendí cuando nos topamos en una concentración de protesta, heterogénea pero multitudinaria, contra la guerra del golfo. Ni el momento ni el lugar eran los apropiados para una conversación reposada así es que, con el intercambio de afectos mutuos y números auténticos de teléfonos, quedamos emplazados para vernos algún día de estos, “pero que sea pronto, ¿no?” Reconozco que olvidé nuestro compromiso, urgido por otras demandas más inmediatas, las rutinas de una vida llena alicientes. Pasados unas semanas, sonó el teléfono. La amistad reverdeció en tardes de apretada charla con las que comenzamos a reanudar los cabos que se habían soltado durante el extenso paréntesis.
Ella acababa de aterrizar en esta ciudad, tan denostada en tiempos de silencio como mitificada en momentos de movida y almodóvar -ahora ya puede presumir de catedral, rematada su construcción por un corregidor ilustrado y agnóstico-, y al presente sumida en un aburrimiento y una atonía agria sobre la que planea el siniestro logotipo de un pájaro predador. Alba andaba a la búsqueda de un alojamiento en alquiler tras decepcionantes exploraciones de infames cuchitriles a precios estratosféricos que la habían sumido en una casi depresión sombría y desconsolada.
No dudé en ofrecerle, en tanto hallara algo de su conveniencia y mientras lo buscaba sin agobio, la mitad de mi piso. Había quedado por entero a mi disposición desde que Andrea decidiera, con sus veintipocos años por delante, crecer y realizarse sin la figura tutelar de un hombremayor (sic), para encontrarse a sí misma, decía, etc. Es decir, y resumiendo: que como las cosas ya no funcionaba entre nosotros, mi tierna y optimista amante había dado el paso definitivo. Así me suele suceder casi siempre, y me había desamparado a mi vida cerrando suavemente la puerta al salir. Y hasta ahora. Y ahora hasta me hacía ilusión llegar a casa y escuchar una voz humana que no saliera del televisor o de la SER con el parte meteorológico y el estado de las carreteras.
 De esta manera tan poco casual, Alba y yo habíamos vuelto compartir gastos de alojamiento e intendencia, algo que a mí me venía al pelo, dado que el alquiler resultaba un tanto gravoso para la famélica remuneración de un profesor interino, penene que se decía antes, con la posibilidad de alcanzar en un futuro no lejano, soy un optimista irredento, una titularidad dentro del Departamento, asunto que todavía hoy está por ver.
Trasladó al Pasillo Verde, con mi auxilio y el de mi descolorido Renault 5, su equipaje e  impedimenta, repartidos entre algún pariente y amigos. Y desde el primer día, como cuando nos apretábamos varios despreocupados en un piso de estudiantes, quedaron establecidas las normas que debían regular nuestra convivencia, minucias indispensables para sobrellevar la domesticidad cotidiana sin molestarnos demasiado. Yo permanecería en el dormitorio principal con el pequeño baño incorporado y ella se reservaba el otro en exclusividad, el cuarto de baño grande, más amplio y completo. El resto de la casa sería de uso comunal.
Nada más tomar posesión de sus dominios, colocó en lugar preferente un pequeño televisor, cuatro novelas de tirada inexplicablemente envidiable, unas fotos enmarcadas de gente de su familia, algunos cachivaches heterogéneos repartidos por los estantes y un María Moliner baqueteado por el uso. Y un insólito Diccionario Filosófico,  de Voltaire, sin desvirgar. Y un manojo de revistas de las que se leen en la peluquería o en la antesala del dentista.
Recurrimos a la mujer del portero como asistenta para que se hiciera cargo de las tareas más engorrosas por una razonable cantidad que pagaríamos a medias. Y poco más.
En cuanto a las relaciones sociales, convinimos la estricta observancia de una cláusula que recordaba los viejos tiempos: ningún invitado de cualquier sexo, o incluso sin sexo, podría quedarse durante más de una noche bajo el techo común, disposición que consideramos oportuno ampliar a dos pernoctas –término del que me había apropiado tras mi efímero tránsito por el oficio de las armas- en el caso de fin de semana como concesión graciosa a la ola de aperturismo que nos lleva invadiendo en estos tiempos de relajación, que diría su abuela. Perros, gatos y cualesquiera animales no humanos, vetados. Parecería como si nos hubiéramos hecho mayores, pero lo dudo.
Ha traído a algún amigo y, en contadas ocasiones, el acompañante se ha marchado con discreción a la mañana siguiente, aunque no tanta como para que yo no me percatara de ello. Por mi parte, he tenido siempre la misma deferencia para con ella y he observado con rigor, y un inexplicable pudor, lo pactado y si he gozado de efímeras compañías nocherniegas ha sido aprovechando sus ausencias.
Creo no haber dicho que desaparecía algunos fines de semana, a veces. Yo también lo solía hacer y entonces ella se quedaba por dueña en la casa. Al principio, ni me lo pensaba pero últimamente el no conocer con detalle lo que sucedía en mi ausencia, me acarreaba desasosiego y una mala leche que me duraba días. Hasta que decidí renunciar a mis excursiones. Y, como si me leyera el pensamiento, tampoco ella ha vuelto a sus salidas habituales. Qué manera de fastidiar, porque he llegado a sospechar que lo hace tan sólo por joderme. Sin habérmelo propuesto, he prescindido de traer a mi casa a algunas de las mariposeantes prímulas y si he querido practicar el viejo deporte me he sentido como obligado a recurrir a la alcoba de la ocasional partenaire o al asilo de  algún colega, pasmado ante mi petición, ¿pero tú no tienes un piso? Todo un incordio. Se me nota el engorro y Alba  me embroma, “esas jovencitas que te escuchan con veneración y la boca abierta dispuestas a meterse en tu cama”. Como si quedaran jovencitas que se cuelguen de tipos como yo (mintiendo) y que uno ya no está para que le tomen el pelo (mintiendo más) y todo eso. Por otro lado, han ido pasando los meses y no manifiesta ningún interés por buscarse otro alojamiento. Podría permitírselo porque, según confiesa, ahora se levanta una pasta gansísima entre la televisión y la radio, le van las cosas de puta madre, aunque haya tanto capullo baboso suelto por ahí, en lo de la publicidad, quiere decir. Natural. Como en todos sitios, le digo yo; eres un bocado apetecible y supongo que más de dos y más de tres chollos te habrán salido redondos, en parte, por tu bello palmito (porque buena sí que está, y es simpática y hábil para negociar). Y se mosquea cuando se lo digo. Ya me gustaría poder afirmar otro tanto de mí, pero bueno, qué voy a decir yo.
Ahora me siento incómodo y esa incomodidad me la provoca este compañerismo  para el que ya no estoy preparado. A veces discutimos por asuntos banales que en otro tiempo hubieran sido motivo de risas. Y tengo que disimular mi irritación. Me molesta su desmadeje descuidado sobre mi sofá para ver mi televisión olvidando que en su cuarto sigue conectado su aparato y, consumiéndose en el cenicero su cigarrillo o que aparezca las mañanas de los sábados por la cocina, mientras me preparo zumo, café y tostadas, llevando ese albornoz rosa que, con su pelo mojado... y no tengo por qué disimular mi fastidio. Desde hace tres semanas actúo como si ella fuera transparente, como si no existiera. Hablamos lo imprescindible pero no nos decimos nada. ¿Qué es lo que está sucediendo? Desearía que se largara de una puta vez.
Me he sorprendido a mí mismo mirándola con una mirada incestuosa y eso me disgusta y, al tiempo, me solivianta (ese modo de enarcar las cejas fingiendo creer alguna de mis patrañas).
Y no puedo dejar de huronear, en su ausencia, buscando no sé qué entre sus cosas. Descubro sus bragas y sostenes bien ordenados en los cajones de la cómoda. Repaso sus recovecos y no encuentro nada, cartas, un diario -¿quién coño escribe hoy un diario?-, una agenda de teléfonos, una nota, fotos, yo qué sé, algo que dé sentido a mis incursiones perversas. En la última me he llevado un fular impregnado del aroma, canela y limón, de su piel. Y me veo como un enfermizo y despreciable sujeto.
No me atrevo a preguntarle, así, de frente, si tiene pensado buscarse otro alojamiento por no caer en la más tosca grosería, pero si hubiera insinuado que tenía previsto marcharse, habría aplaudido su decisión y me sentiría aliviado. Llevamos compartiendo el apartamento más de ocho meses y ahora estoy confuso, y  hecho un lío. Hago todo lo posible por disimular lo que me pasa por la cabeza. Quiero que se vaya. Creo que si nos viéramos en un escenario distinto, en un campo neutral, yo me encontraría más relajado.
Hasta hoy, porque de hoy no pasa. Se lo voy a soltar a bocajarro amparándome en que esta noche llevo un punto achispado – si fuera preciso, podría exagerarlo un pelín más- y mañana es Nochebuena.  Ya se sabe que tanto en una como en otra circunstancia, cogorza y feliz navidad, todo el mundo está dispuesto a disculpar los excesos, incluidos los de franqueza, aunque yo no sea de los que toman al pie de la letra el adagio de in vino, veritas. Buena prueba de ello es lo que estoy tramando: in güisqui, mendacium. En lo peor de un lance fallido siempre me quedaría el recurso de dar marcha atrás y atribuirlo a los efectos colaterales de estas entrañables fiestas. Desde el mediodía los habituales y yo hemos despedido el trimestre y la llegada de la Pascua preparando el cuerpo y el espíritu con una tanda de prolongados ejercicios espirituosos. Y he aquí el resultado: son más de las tres de la madrugada y no tengo preparado ningún discurso coherente. Improvisaré. Me voy a mi casa para poder arrepentirme mañana, muy a gusto, de la decisión que tome.
 
-Menos mal que te has decidido. Lo estaba esperando. Era como si nunca fueras a decírmelo de una vez, dice ella.
-Pues mira, ya te lo he dicho, digo yo.
-Sí, dice ella.
-Qué bien, ¿no?, digo yo.
-¿Te alegras?, dice ella.
-Sí, claro ¿Y tú?, digo yo.
-Yo también, dice ella.
Por hacer algo miro el reloj. No sé qué más decirle, por ahora. Me parece que ha quedado claro. Más o menos.
 -Bueno, pues ya ves, digo yo.
-Sí, dice ella.
-Tanto esperar y así..., de repente..., digo yo.
-Bueno, ya está, dice ella.
-¿Te parece bien?, digo yo.
-Sí, bien. Claro, dice ella.
-Mucho mejor así, ¿no?, digo yo.
-Sí, sí, mucho mejor, dice ella. ¡Qué pesadito estás!
Tras este brillante diálogo, digno de figurar en una escena de Bernard Shaw, de Shakespeare, o hasta de don Jacinto o Arrabal, me mira, levanta las cejas, me coge la mano y la aprieta contra su mejilla. Se despereza como gata remolona y enciende un cigarrillo. Ya he dicho que siempre ha tenido la puta manía de fumar en la cama.
Me meto en la cocina a disponer un completo desayuno que me alivie de la resaca. Hoy no tengo que correr a la Facultad. Alba tampoco parece tener prisa en levantarse en esta mañana luminosa. Vamos a ser muy felices porque yo soy un tío tan convencional que siempre me han gustado los happy end en el cine y en  los cuentos, y Alba me ha prometido que de ahora en adelante no va a fumar en la cama y que me amará siempre, o sea, dos imposibles. Aun así, me creo este cuento porque empieza con el beso final, pero qué voy a hacer: estamos en navidad.
Es lástima que no se haya puesto a nevar sobre Madrid: nos falta el cliché de la navidad blanca navidad. A partir de ahora sí que va a empezar otra historia. Resultaría más fácil contarla que vivirla.