lunes, 24 de octubre de 2016

Cuadernillo  Notas, 88

Llueve de forma intermitente una llovizna neblinosa y la temperatura es tolerable en este otoño madrileño. En días como éstos me resulta más atractivo el paisaje que las gentes que discurren alrededor. Con la compañía de mi Hada del Otoño, los pasos (es una manera de hablar) nos llevan a una ínsula de verdor a pocos kilómetros de la gran ciudad: un extenso espacio plantado de variedades de árboles, de palmeras exóticas y de las familiares, de olivos añosos y retorcidos, de granados enanos, y de fuentes ornamentales, de maquinarias, herramientas y útiles para jardinería, de flores multicolores en extensas bandejas de macetas... Olores del tomillo, romero y lavanda. Un pavo real, surgido de dios sabe dónde,  nos precede pavoneándose sin prisas por una vereda hasta que decide desaparecer por un lateral. Tufarada de humedades, abonos, fumigaciones, montones de residuos de las podas y barridos. Olores, colores, sonidos y el tacto rugoso del paquidérmico roble.  
Mi deidad otoñal me obsequia con una macetita de pensamientos, por mejor decir, de violas, y yo la correspondo con un tiesto de ciclamen rosado purpúreo.
                                                                      
Una tarde perfecta en este vivífico vivero.

lunes, 10 de octubre de 2016

Tú estás loco, papá
 
                                                                           Para Eva, 1978

Teníamos que aprovechar los días de vacaciones de Pascua, así es que le dije a Eva que lo mejor sería que tomáramos la carretera y nos fuéramos a cualquier sitio. Al principio no le entusiasmó la idea por tener que dejar a sus primos, a sus amigos y demás, pero a medida que se acercaba el momento de la partida se fue animando y al final estaba casi tan deseosa de viajar como yo. Por aquel entonces teníamos un land rover que desapareció a la vuelta del verano y no lo volvimos a ver más, o sea, que nos lo robaron. Pero eso es otra historia.
El viernes por la tarde, cuando Eva irrumpió en casa de vuelta del colegio en compañía de su amiga Marta, encontró en el salón su maleta pequeña dispuesta junto a mi bolsa de viaje.
-¿Quién ha venido?- preguntó.
-Nadie. -respondí- Somos nosotros, que nos vamos.
-¿Ya? ¡Qué pronto!
-No hay más remedio. Nos divertiremos. Ya verás.
-Bueno. Voy a despedir a Marta hasta su casa y vuelvo enseguida.            
Marta vivía en el séptimo B de nuestro mismo edificio y era su mejor amiga.
Salimos a la carretera de Extremadura. El coche funcionaba perfectamente con un ronquido redondo. Aunque la circulación se arrastraba densa y lentamente, yo me encontraba de tan buen humor que ni siquiera tal contrariedad podía enturbiar mi estupenda disposición.
-¿Por qué no corres más, papá?
-Es preferible ir despacio para que el motor se vaya calentando. Además, no está la vía como para hacer una carrera. Te haré una demostración cuando pasemos el atasco.
Llegamos al cruce, tomamos la desviación a San Martín de Valdeiglesias y pudimos marchar con rapidez. Nos íbamos alejando de Madrid en una luminosa tarde en la que la primavera se había instalado incluso dentro del coche.
-Bueno, ahora no corras, no vayan a ponerte una multa los picoletos.
-Conduciré con cuidado. No tenemos prisa. Cuando lleguemos, entonces será la hora justa de llegar. Con este truco nunca nos retrasaremos.
En un abrir y cerrar de ojos estuvimos en la zona de los pantanos. La carretera discurría entre cerros verdeantes de hierba y arbolados de pinos, encinas  y fresnos que daban al paisaje la blandura irreal de una película de dibujos animados. La cola del embalse de Picadas se salvaba por un puente de hierro que obligaba a aminorar la marcha. El estruendo metálico nos acompañó durante doscientos metros. Nos apartamos de la vía y paré el motor. Descendimos por la ladera herbosa hasta la orilla del pantano. Eva charloteaba continuamente, pasando con volubilidad de un asunto a otro, al tiempo que buscaba algo que arrojar al agua.
-¿Tú crees que si tiro esta piedra al agua le podrá caer en la cabeza a un pez?
-No es muy probable. Los peces son rápidos y las piedras al entrar en el agua se frenan. Van más despacio, ¿sabes? Además, está el instinto: huyen de lo que los asusta. -no  sé si me entendía-. Como tú o como yo: salimos corriendo si algo nos asusta
-¿Es eso el instinto? Es una palabra que he oído pero que no sé lo que quiere decir.
Volvimos sin prisas al coche y continuamos la charla y la marcha.
-No te preocupes. Todas las palabras tienen algún valor. Por ejemplo, instinto. Es algo que los animales, y también el hombre, poseen, sin haberlo aprendido antes. Así es como ningún gatito o ningún perrito o ningún niñito tienen que aprender a mamar de su madre. Lo saben por instinto. Y salimos huyendo si algo nos asusta ¿Me entiendes?
-Sí. ¿Todas las palabras tienen que significar algo? ¿Incluso las palabrotas que yo no debo decir, pero que tú algunas veces dices?
-Claro que sí –pasé por alto su intencionada advertencia-. Por lo menos las que vienen en los diccionarios, y muchas que no vienen en los libros también quieren decir cosas. Fíjate: es posible inventar palabras. Vamos: inventa tú alguna y tú misma le das el significado que te parezca.
Cavilaba seriamente con el ceño arrugado.
-No se me ocurre ninguna. Es muy difícil. Empieza tú.
-Empezaré yo. A ver…, Glutridón. Un glutridón. Eso es. Glutridón.
-¿Qué quiere decir?
-¿A ti que te parece?
- Que estás un poco loco, papá.
Silencio concentrado. Pensé que debía ayudarla.
-Un enorme animal prehistórico que vivió hace millones de años. Y que, se alimentaba de piedras, grandes peñascos como esos que ves ahí. Eso es un glutridón
-Ja, ja, ja. -estaba divertida y se reía con los ojos y con las manos y con los pies. – Glutridón, glutridón. Eso está bien. Ahora me toca a mí... Esgarrañiff. ¿Qué es? ¿A que no sabes lo que es? Esgarraaañiff. Esgarraaañifff.- canturreaba.
-Tal vez un pájaro.
-No. No es un pájaro. Ni siquiera un gato. (pausa). No sé qué puede ser. Esgarrañiff. (pausa) He inventado una palabra y no sé para qué sirve.
-Bueno, déjala ahí. Seguramente si piensas en ella le encontrarás algún uso.
-Sí. Es verdad. Ahora quiero que paremos.
-¿Para qué?
-Tengo que esgarrañiffar.
-¿Cómo?
-Ja, ja. Que pares, que pares. Me estoy aguantando las ganas de esgarrañiffar. ¿Lo entiendes?
Detuve el coche en el arcén y puse las luces intermitentes. Se bajó de un salto y traspuso una paredilla  de piedras, de las que separan una finca de otra. En la mano sujetaba con decisión un manojo de clínex.
Mientras iba cayendo la tarde, el coche corría sin ningún esfuerzo. Solamente en algunos tramos la sinuosidad de la carretera hacía aconsejable aflojar la marcha. Los automóviles que nos superaban o con los que nos cruzábamos eran cada vez más escasos. En largos tramos circulábamos cómodamente en solitario. El cielo se oscurecía por momentos y conecté las luces. Los picos más altos de Gredos lucían con un rojo cobrizo. Delante de nosotros una estrella, una sola, brillaba solitaria y muy cercana. No era una estrella pero sí un astro que brillaba como una estrella.
-¿Qué estrella es esa, papá?
-No lo sé. Creo que no es una estrella. Puede que sea Venus. Un planeta. Creo que es el planeta más cercano a nosotros. A la Tierra, quiero decir.
-¿Está muy lejos de aquí? ¿A cuántos kilómetros?
-No lo sé. Pero muchísimos. No existe una nave espacial que sea capaz de llegar allí. Y lo que parece más difícil aún: regresar a la Tierra.
-A la Luna sí que han ido los americanos.  Y han vuelto. Nos lo contó la seño.
- Sí. Claro. La Luna está mucho más cerca.
Con la rumorosidad del motor y el pobre aislamiento acústico del coche no es de extrañar que Eva empezara a sentir el efecto adormecedor del ronroneo constante. El ajetreo de un día en el colegio ponía su valor añadido.
-Escucha. Si tienes hambre, saca algo de la bolsa que va ahí detrás o si prefieres tomar un refresco dímelo y pararemos en el primer bar que veamos.
-Bueno. Ahora no tengo hambre pero miraré a ver qué es lo que hay.
Seguimos corriendo durante un buen rato. Eva se puso a hurgar en las provisiones. Peló un plátano y empezó a masticarlo con gusto y ruido exagerado. Me estaba provocando pero no caí en la trampa. Gesticulaba y se relamía haciendo con el dedo índice un rápido movimiento circular sobre la boca cerrada.
-Está muy bueno. ¿Cuándo llegaremos a Jarandilla?
-Dentro de una hora y media, más o menos. Ahora son casi las siete. Nos hemos retrasado bastante con las paradas. Estaremos allí sobre las ocho y media o así. Con la noche ya encima.
-Ya sabes que no debes conducir de noche, papá. Tú mismo dices que de noche ves menos que un pez frito.
-¡Bueno…! No hay que exagerar. Es verdad que no veo lo mismo que con la luz del día, pero eso le pasa a casi todo el mundo, aunque no lo digan. Si vamos con cuidado, no habrá ningún problema. Iré más despacio. Y tú, si tienes sueño, te puedes pasar atrás y arroparte con la manta.
-Por ahora, no. Anda, invéntate un cuento, como cuando yo era chica. O mejor, cuéntame cosas de cuando tú eras pequeño.
La carretera seguía, superadas las estribaciones de Gredos, por una planicie que dejaba a nuestra derecha las montañas difuminadas, con sus picos más altos blanqueados por manchas de nieve que reverberaban en la tardecita. A lo lejos, brillaban, mortecinas, las luces de un pueblo.
Eva y yo habíamos charlado largamente, en muchas ocasiones, sobre mi infancia, sobre mi familia, sobre el pueblo en que nací y sobre lo que hacía y sobre lo que dejaba de hacer.
-Mi abuelo Miguel nos enseñaba a pescar. A mis hermanos, a mis primos y a mí. También nos llevaba muchas veces a nadar y a coger fruta de la huerta. Sobre todo higos.
-A mí no me gustan los higos. ¿Tú crees que este verano sabré nadar bien-bien? El año pasado ya era capaz hasta de bucear. No sé si se me habrá olvidado.
-Nadar y montar en bicicleta son cosas que, una vez aprendidas, ya no se olvidan nunca. Al menos, eso es lo que dice mucha gente. Y yo me lo creo.
-Claro, porque nadar sí sabes, pero montar en bici ya es otra cosa…
-Nadie es perfecto. Yo te recuerdo lo que dice la gente que lo ha probado.
-Bueno, sí. ¿Y qué más?
-¿Qué más de qué?
-Pues de cuando ibas a pescar con tu abuelo y  tus hermanos y todo eso.
-No sé si podré recordar todas las historias que ya te he contado. No me gustaría repetírtelas. Quisiera añadir otras que no sepas.
-No me importa. Me gusta escuchar historias que ya conozco.
Charlábamos y charlábamos durante los viajes; eran algunos de nuestros mejores momentos. No sé cuándo empezó a  quedarse dormida pero sí que fue después de tomar de la bolsa algo para comer y de hacer más de mil preguntas sobre todo lo que le dio la gana preguntar. Saltando por encima del asiento, se acurrucó en la parte posterior del coche, con la cabeza sobre la bolsa y se tapó con la manta hasta la barbilla. Me imagino que uno no puede soñar adrede, pero ella lo intentó.
-Cuéntame un cuento, papá.
Empecé a pensar, en voz queda, en lo que había hecho a lo largo del día. Me había levantado temprano y había preparado el desayuno para los dos; la había acompañado hasta la puerta de la escuela; después estuve ocupado en minucias que me llevaron toda la mañana: llamar a la redacción de la revista, ir al banco para indagar sobre algo relacionado con el precario estado de mis cuentas, pasar por el despacho de Ildefonso y manosear una vez más las cuestiones que nos siguen preocupando en torno a eso que éramos y en lo que hemos venido a caer, etc. etc., y tomar una cerveza en el lugar de costumbre con los habituales. Sólo cuando volví a casa y me puse a ordenar el equipo me encontré interesado de verdad. Y de pronto, Eva y yo, nos habíamos sentido felices de poder abandonar la ciudad y echarnos a la carretera.
Hacía rato que era noche cerrada. Me detuve en una plazuela tenuemente iluminada. Eva se desperezó debajo de su cobija con la mirada llena de sueño.
-¿Dónde estamos?
-Ya hemos llegado. Despabílate, bella durmiente.
Estábamos en Jarandilla de la Vera. Atravesamos el pueblo y aparcamos junto a un pequeño hotel cercano a  la mole oscura de un convento. Una mujer joven se nos acercó tras la barra del bar, a esta hora casi lleno. Pedí una habitación doble con baño y  me entregó la llave que pendía de un aparatoso rombo de madera con un número grabado a fuego. Subimos al primer piso, dejamos nuestro exiguo equipaje y nos aseamos someramente. Eva, tumbada en una de las camas, se hacía la remolona pretextando un sueño a todas luces evidente. Con todo, teníamos apetito y bajamos al restaurante. En la televisión estaban dando una comedia americana de Doris Day que atrajo su atención durante unos minutos; era una historia previsible, de las de siempre. Una muchachita joven de aspecto aseado y delantal limpísimo nos recitó los platos. Durante el intermedio televisivo empezaron a pasar docenas de anuncios  y Eva comenzó, como otras veces, una parodia improvisada. Era una forma más de complicidad.
-Le diré a la chica que me traiga el pescado con limones salvajes del Caribe.
-Papá, esta sopa sabe  a…
-¿A qué, cariño mío?
-A pueblo. ¿Pues qué te creías?
-¿Y a quién se lo has dicho?
-A mi vecina del tercero, a ti, a la camarera y, si me dejan, al cocinero.
-¿Y si la chica se lleva tu sopa?
A nosotros nos parecía divertido. Quizá porque una vez más estábamos viajando.
A la mañana siguiente, mientras Eva se duchaba, bajé para encargar el desayuno. A esta hora temprana no había más de cuatro clientes y el comedor estaba reluciente y aireado. La chica me puso delante el café con leche, tostadas con mantequilla y rebanaditas de pan frito que devoré con gusto. Me entretuve leyendo por encima el diario regional, más atento a los detalles locales y a la publicidad que a las noticias de interés general. Desde aquí se percibía muy distante lo que sucedía en Madrid. Madrid ya no era el ombligo del mundo, sino el lugar del que veníamos y al que inexorablemente habíamos de regresar. Por hacer algo, me acerqué el coche y me puse a ordenar el interior, el desbarajuste de tebeos, mantas, restos de comida, mapas, gorras y más cosas. Volví dentro y me senté junto a Eva que, muy lavada y repeinada, daba buena cuenta de su desayuno y charlaba con la camarerita joven. Junto a la mesa, muy colocado, nuestro equipaje.
Propuse que diéramos una vuelta antes de continuar el viaje. Callejeamos sin rumbo por el pueblo lleno de flores, con balcones y ventanas repletos de tiestos, latas, cajas de madera, todo servía para que en su interior creciera una planta. Había geranios trepadores que subían por la fachada hasta el tejado, hortensias azules que surgían de tinajas desportilladas y más plantas con o sin flores. Las calles empinadas y las plazuelas con galerías de madera tenían el aire limpio y fresco, recién lavado de esta mañanita de abril. De algún sitio llegaba el olor honrado a pan recién sacado del horno.
Subimos por escalones anchos, tallados en el granito, hasta la iglesia levantada sobre la roca viva. Y lo miramos todo: dentro era el silencio. Sólo se oía bisbisear a unas mujeres que disponían los paramentos del altar para los oficios. Las imágenes aún no estaban veladas por los paños morados de la Semana de Pasión. Eva me pidió un duro para encenderle una lamparilla a un Cristo crucificado de expresión siniestra y pelo apolillado natural que inclinaba la cabeza con ojos enajenados y extáticos.
Salimos al día exterior y nos asomamos al camposanto adosado a la iglesia, un jardín poco cuidado, con lápidas y panteones en medio de la vegetación vivaz y espontánea de la primavera. Era un cementerio alegre con notas de color, amapolas y margaritas silvestres y los amarillos del diente de león.
-Probrecillo. No tenía ni una vela encendida y ahí dentro está muy oscuro, papá.
-No te preocupes demasiado por él. En estos días tendrá que salir a la calle más de una vez. Es la época del año en que más ocupados están los Cristos y las Vírgenes y toda la corte celestial. Es su campaña anual de lanzamiento y promoción. Estoy seguro de que todos se sentirán encantados. A nosotros también nos gustan las procesiones, ¿no?
- Bueno…sí.
Volvimos al coche. Eva entonaba una canción sobre tres alpinos que volvían de la guerra, ría, ría, rataplán, que volvían de la guerra y que el más pequeño lleva  un ramo de flores, ría, ría, rataplán, lleva un ramo de flores, y la princesa estaba en la ventana, ría ría rataplán,  y le decía pequeño alpino, regálame esas flores, ría ría rataplán, regálame esas flores, etc. etc…Yo silbaba la melodía sin desafinar más que lo justo. Cuando se disponía a subir al auto chocó su cabeza con el marco acerado de la puerta: no fue un golpe fuerte pero sí doloroso; yo veía sus ojos llenos de agua y su valiente esfuerzo por no llorar. Le tomé la cabeza entre las manos y se la froté por todos los lados; luego se la besé en la coronilla.
-Cuidarás de ella, ¿verdad? Sólo tienes ésta.
-Sí, papá.
Conduje hasta la carretera principal y seguimos por ella hasta la salida del valle, en dirección hacia Plasencia. La vitalidad se mostraba esplendorosa en la luz y el cielo brillante, en el agua de las gargantas que se precipitaba desde la sierra, en los árboles en flor, en el olor y la vibración del aire. Todo invitaba a cantar, así es que entonamos, con entusiasmo y brío estentóreo, nuestro berrido favorito de saludo a la mañana.

Más tarde nos sucederían otras peripecias y hablaríamos de muchos asuntos, hasta llegar a la Peña de Francia, ya en la provincia de Salamanca. Allí encontraríamos a otros amigos y a mi hermano Fernando y a Alicia y a una cabra que atendía, cuando le daba la gana, por Sinforosa y a un fraile dominico que se llama Jerónides y que también era amigo nuestro, y al señor Ramón, el "farero" encargado del Repetidor de la Televisión y a su perro, pintiparado a su dueño.
Pero estos personajes son origen y pretexto para otras historias.

miércoles, 5 de octubre de 2016

El profesor de la asignatura

En el poblachón manchego, cuyo nombre había sufrido todas las evoluciones fonéticas posibles desde el árabe original al castellano más castizo, achulado y zarzuelero, vivía no hace muchos años el que había leído tantos y tantos libros, desde la Odisea a los relatos de Faulkner, desde el libro de Buen Amor a Tiempo de silencio, desde la Comedia a  Volverás a Región, Rayuela y el Pentateuco bíblico, amén de la épica medieval francesa y la lírica renacentista europea, y a toda la caterva de filósofos didactos, científicos filólogos y farsantes de sombrero y pelucón o capelo y tiara del llamado siglo de las luces, aunque nunca pudiera dar fin con el Ulysses ni interesarse por el Capitán Pérez Reverte y sus alas tristes. Leía para mostrarle a sus alumnos que la cátedra de EMT (Elucidación del Mundo a través de los Textos), algo tenía que ver con la Empresa Municipal de Transportes (empujando-montan-todos), en la aportación al desarrollo,  proliferación y apuntalamiento de conceptos tales como narratario, pragmática literaria, literaturidad o literariedad, sociolecto, narratividad y muchas más escorias amontonadas por eruditos, analistas, profesores ful, críticos y gente espontánea de similar catadura.
Era nuestro profesor de los de estilográfica en ristre, papel secante y cuadernillo de la familia moleskine, cochambroso automóvil nada corredor y mapas del MOPU escala 1:50.000 para rutas imprevisibles.
Toda su hacienda la integraban un reducido reducto polivalente de ático-vivienda-cueva-estudio, enladrillado de miles de libros, carpetas, impresos heterogéneos, una Underwood de los M-40 que no funcionaba hacía años y un PC, hoy por hoy tan  imprescindible como máquina de escribir y para otros disfrutes menos confesables, enseres en los que había invertido las tres cuartas partes de su exiguo estipendio de docente de Gimnasia humanístico-literaria
Del mucho leer y poco dormir, cuando frisaba en la cincuentena, vino a dar en la más extraña manía que imaginar se pueda, que fue la de leer y releer durante todas las horas que podía un solo libro, EL LIBRO, el único libro, explicándolo y desmenuzándolo cada año ante cada nueva generación-caterva de jóvenes ávidos de elucidar el mundo. Con tal afición se engolfó en la absorbente tarea que llegó a aprender de memoria pasajes enteros, discursos sobre discutidos y confrontados temas, diálogos sabrosísimos surgidos a lo largo del camino entre los personajes principales, aportación hispana al acervo de la cultura universal, que para algunos son la encarnación de una falsa y maniquea dualidad entre el idealismo y el realismo. Las sucesivas, y aún simultáneas, dulcineas trigueñas, morenas y hasta una pelirroja auténtica, funcionaria en el Ministerio de Hacienda, le dieron cuanto ellas tenían de hospitalaria ternura, aunque siempre terminaran por marcharse con otro. Al pasar de los años y con los avatares del vivir, su figura perdió volumen, su rostro se estrechó en alechuzado perfil y, con la barba en punta, corta y entrecana, fue adquiriendo la máscara de la soledad asumida. En sus andanzas, nada quiméricas, escuchó las voces de Ruidera, atendió el silencio inmóvil de las aspas en Criptana, probó el contundente condumio en las ventas de camioneros de Puerto Lápice, sintió el atardecer sofocante en el campo de Montiel, le resultó imposible curiosear dentro del agujero de Montesinos, persiguió en Pedrola, sin hallarlo, el palacio ducal, bordeó la ribera del Ebro por si quedaba algún barco de vela que no fuera un catamarán de turistas, deambuló entre las breñas de la Sierra Morena… y nunca, nunca se acercó a El Toboso. Temía no dar con la casa ni hallar a su dulcinea. 
― Estimados contertulios ― les decía a sus presuntos discípulos ― siempre me he preciado de no beneficiarme de la preeminencia que me da esta cátedra para hacer proselitismo entre ustedes a favor o en contra de tal o cual teoría sobre la interpretación del mundo, o de la actividad programática y volandera de los partidos políticos, o de las enconadas pasiones futbolísticas entre los eternos rivales o de las opiniones sobre las religiones y sus variadas modalidades, y de otras verdades esotéricas. He considerado, con todo el respeto que el libre criterio me merece, sus puntos de coincidencia o disidencia como manifestación del deseo de encontrar cada cual de ustedes su propio camino, una búsqueda personal de sí mismos. Recuerden con qué énfasis, irónico casi siempre, he procurado que se mantuviera el desusado “usted” como una raya invisible que separara a este profesor del “colega-profesor-colega-tíocojonudo-colega guai y enrollao”, espécimen surgido al amparo de las más novedosas (y espero que pasajeras, gracias-a-dios) innovaciones de psicos, pedagogos y gurús marinescos que confunden el culo de sus intereses con las témporas. Tan solo he incurrido en una excepción a lo dicho hasta aquí, mis apreciados y expectantes jóvenes: algunos se habrán percatado de mi intención, curso tras curso y generación tras generación, de convertirlos a ustedes, a sus antecesores y a sus consecuentes, en catecúmenos. Sí, han oído ustedes bien, en catecúmenos. Con insistencia les he animado a perseverar en la lectura y relectura del LIBRO, a que lo consideren como una biblia en la que se compendia un saber no sistemático, y por tanto, para muchos, carente de todo valor, como proveniente, a partes iguales, de un orate y un tullido. Si lo consigo, les aseguro que les acompañará a lo largo de sus existencias y en sus páginas encontrarán en cada edad, en cada circunstancia, motivo de diversión gustosa, consuelo en la aflicción, reflexiones enjundiosas, ejemplos de socarronería cazurra, refranes para toda ocasión y su contraria, sacrificios abnegados, la mofa más cruel, la ingenuidad bondadosa, el amor desinteresado, la estupidez ilimitada, la largueza extrema, la torpe ingratitud…  
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El día en que el profesor de la asignatura dictó la última lección, cuando se jubiló definitivamente y del todo, cuando en los nidos de antaño ya no habría pájaros hogaño nunca más, dejó en la memoria de algunos de sus compatriotos un rescoldo de saberes inútiles, expuesto en palabras, en decires, en sentencias tomadas de aquí y de allá.
Aquellos que perduraron, a través del tiempo, en la senda del LIBRO, sintieron que el libro les hablaba con su voz y con su triste figura.