Tú estás loco, papá
Para
Eva, 1978
Teníamos que
aprovechar los días de vacaciones de Pascua, así es que le dije a Eva que lo
mejor sería que tomáramos la carretera y nos fuéramos a cualquier sitio. Al
principio no le entusiasmó la idea por tener que dejar a sus primos, a sus
amigos y demás, pero a medida que se acercaba el momento de la partida se fue
animando y al final estaba casi tan deseosa de viajar como yo. Por aquel
entonces teníamos un land rover que desapareció a la vuelta del verano y no
lo volvimos a ver más, o sea, que nos lo robaron. Pero eso es otra historia.
El viernes por la tarde, cuando
Eva irrumpió en casa de vuelta del colegio en compañía de su amiga Marta,
encontró en el salón su maleta pequeña dispuesta junto a mi bolsa de viaje.
-¿Quién ha venido?- preguntó.
-Nadie. -respondí- Somos nosotros, que nos vamos.
-¿Ya? ¡Qué pronto!
-No hay más remedio. Nos divertiremos. Ya verás.
-Bueno. Voy a despedir a Marta hasta su casa y vuelvo enseguida.
Marta vivía en el séptimo B de nuestro mismo edificio y era su mejor
amiga.
Salimos a la carretera de Extremadura. El coche funcionaba perfectamente
con un ronquido redondo. Aunque la circulación se arrastraba densa y lentamente,
yo me encontraba de tan buen humor que ni siquiera tal contrariedad podía
enturbiar mi estupenda disposición.
-¿Por qué no corres más, papá?
-Es preferible ir despacio para que el motor se vaya calentando. Además,
no está la vía como para hacer una carrera. Te haré una demostración cuando
pasemos el atasco.
Llegamos al cruce, tomamos la desviación a San Martín de Valdeiglesias y
pudimos marchar con rapidez. Nos íbamos alejando de Madrid en una luminosa
tarde en la que la primavera se había instalado incluso dentro del
coche.
-Bueno, ahora no corras, no vayan a ponerte una multa los picoletos.
-Conduciré con cuidado. No tenemos prisa. Cuando lleguemos, entonces
será la hora justa de llegar. Con este truco nunca nos retrasaremos.
En un abrir y cerrar de ojos estuvimos en la zona de los pantanos. La
carretera discurría entre cerros verdeantes de hierba y arbolados de pinos, encinas y fresnos que daban al paisaje la blandura
irreal de una película de dibujos animados. La cola del embalse de Picadas se
salvaba por un puente de hierro que obligaba a aminorar la marcha. El estruendo
metálico nos acompañó durante doscientos metros. Nos apartamos de la
vía y paré el motor. Descendimos por la ladera herbosa hasta la orilla del
pantano. Eva charloteaba continuamente, pasando con volubilidad de un asunto a
otro, al tiempo que buscaba algo que arrojar al agua.
-¿Tú crees que si tiro esta piedra al agua le podrá caer en la cabeza a
un pez?
-No es muy probable. Los peces son rápidos y las piedras al entrar en el
agua se frenan. Van más despacio, ¿sabes? Además, está el instinto: huyen de lo
que los asusta. -no sé si me entendía-.
Como tú o como yo: salimos corriendo si algo nos asusta
-¿Es eso el instinto? Es una palabra que he oído pero que no sé lo que quiere
decir.
Volvimos sin prisas al coche y continuamos la charla y la marcha.
-No te preocupes. Todas las palabras tienen algún
valor. Por ejemplo, instinto. Es algo que los animales, y también el hombre,
poseen, sin haberlo aprendido antes. Así es como ningún gatito o ningún perrito
o ningún niñito tienen que aprender a mamar de su madre. Lo saben por instinto.
Y salimos huyendo si algo nos asusta ¿Me entiendes?
-Sí. ¿Todas las palabras tienen que significar algo? ¿Incluso las
palabrotas que yo no debo decir, pero que tú algunas veces dices?
-Claro que sí –pasé por alto su intencionada advertencia-. Por lo menos
las que vienen en los diccionarios, y muchas que no vienen en los libros
también quieren decir cosas. Fíjate: es posible inventar palabras. Vamos:
inventa tú alguna y tú misma le das el significado que te parezca.
Cavilaba seriamente con el ceño arrugado.
-No se me ocurre ninguna. Es muy difícil. Empieza tú.
-Empezaré yo. A ver…, Glutridón. Un glutridón. Eso es. Glutridón.
-¿Qué quiere decir?
-¿A ti que te parece?
- Que estás un poco loco, papá.
Silencio concentrado. Pensé que debía ayudarla.
-Un enorme animal prehistórico que vivió hace millones de años. Y que, se
alimentaba de piedras, grandes peñascos como esos que ves ahí. Eso es un glutridón
-Ja, ja, ja. -estaba divertida y se reía con los ojos y con las
manos y con los pies. – Glutridón, glutridón. Eso está bien. Ahora me toca a
mí... Esgarrañiff. ¿Qué es? ¿A que no sabes lo que es? Esgarraaañiff.
Esgarraaañifff.- canturreaba.
-Tal vez un pájaro.
-No. No es un pájaro. Ni siquiera un gato. (pausa). No sé qué puede ser.
Esgarrañiff. (pausa) He inventado una palabra y no sé para qué sirve.
-Bueno, déjala ahí. Seguramente si piensas en ella le encontrarás algún
uso.
-Sí. Es verdad. Ahora quiero que paremos.
-¿Para qué?
-Tengo que esgarrañiffar.
-¿Cómo?
-Ja, ja. Que pares, que pares. Me estoy aguantando las ganas de
esgarrañiffar. ¿Lo entiendes?
Detuve el coche en el arcén y puse las luces intermitentes. Se bajó de
un salto y traspuso una paredilla de
piedras, de las que separan una finca de otra. En la mano sujetaba con decisión
un manojo de clínex.
Mientras iba cayendo la tarde, el coche corría
sin ningún esfuerzo. Solamente en algunos tramos la sinuosidad de la carretera hacía
aconsejable aflojar la marcha. Los automóviles que nos superaban o con los que
nos cruzábamos eran cada vez más escasos. En largos tramos circulábamos
cómodamente en solitario. El cielo se oscurecía por momentos y conecté las
luces. Los picos más altos de Gredos lucían con un rojo cobrizo. Delante de
nosotros una estrella, una sola, brillaba solitaria y muy cercana. No era una
estrella pero sí un astro que brillaba como una estrella.
-¿Qué estrella es esa, papá?
-No lo sé. Creo que no es una estrella. Puede que sea Venus. Un
planeta. Creo que es el planeta más cercano a nosotros. A la Tierra, quiero
decir.
-¿Está muy lejos de aquí? ¿A cuántos kilómetros?
-No lo sé. Pero muchísimos. No existe una nave espacial que sea
capaz de llegar allí. Y lo que parece más difícil aún: regresar a la Tierra.
-A la Luna sí que han ido los americanos. Y han vuelto. Nos lo contó la seño.
- Sí. Claro. La Luna está mucho más cerca.
Con la rumorosidad del motor y el pobre aislamiento acústico del coche
no es de extrañar que Eva empezara a sentir el efecto adormecedor del ronroneo
constante. El ajetreo de un día en el colegio ponía su valor añadido.
-Escucha. Si tienes hambre, saca algo de la bolsa que va ahí detrás o si
prefieres tomar un refresco dímelo y pararemos en el primer bar que veamos.
-Bueno. Ahora no tengo hambre pero miraré a ver qué es lo que hay.
Seguimos corriendo durante un buen rato. Eva se puso a hurgar en las
provisiones. Peló un plátano y empezó a masticarlo con gusto y ruido exagerado.
Me estaba provocando pero no caí en la trampa. Gesticulaba y se relamía
haciendo con el dedo índice un rápido movimiento circular sobre la boca
cerrada.
-Está muy bueno. ¿Cuándo llegaremos a Jarandilla?
-Dentro de una hora y media, más o menos. Ahora son casi las siete. Nos
hemos retrasado bastante con las paradas. Estaremos allí sobre las ocho y media
o así. Con la noche ya encima.
-Ya sabes que no debes conducir de noche, papá. Tú mismo dices que de
noche ves menos que un pez frito.
-¡Bueno…! No hay que exagerar. Es verdad que no veo lo mismo que con la
luz del día, pero eso le pasa a casi todo el mundo, aunque no lo digan. Si
vamos con cuidado, no habrá ningún problema. Iré más despacio. Y tú, si tienes
sueño, te puedes pasar atrás y arroparte con la manta.
-Por ahora, no. Anda, invéntate un cuento, como cuando yo era chica. O
mejor, cuéntame cosas de cuando tú eras pequeño.
La carretera seguía, superadas las estribaciones de Gredos, por una
planicie que dejaba a nuestra derecha las montañas difuminadas, con sus picos
más altos blanqueados por manchas de nieve que reverberaban en la tardecita. A
lo lejos, brillaban, mortecinas, las luces de un pueblo.
Eva y yo habíamos charlado largamente, en muchas ocasiones, sobre mi
infancia, sobre mi familia, sobre el pueblo en que nací y sobre lo que hacía y
sobre lo que dejaba de hacer.
-Mi abuelo Miguel nos enseñaba a pescar. A mis hermanos, a mis primos y
a mí. También nos llevaba muchas veces a nadar y a coger fruta de la huerta.
Sobre todo higos.
-A mí no me gustan los higos. ¿Tú crees que este verano sabré nadar
bien-bien? El año pasado ya era capaz hasta de bucear. No sé si se me habrá
olvidado.
-Nadar y montar en bicicleta son cosas que, una vez aprendidas, ya no se
olvidan nunca. Al menos, eso es lo que dice mucha gente. Y yo me lo creo.
-Claro, porque nadar sí sabes, pero montar en bici ya es
otra cosa…
-Nadie es perfecto. Yo te recuerdo lo que dice la gente que lo ha probado.
-Bueno, sí. ¿Y qué más?
-¿Qué más de qué?
-Pues de cuando ibas a pescar con tu abuelo y tus hermanos y todo eso.
-No sé si podré recordar todas las historias que ya te he contado. No me
gustaría repetírtelas. Quisiera añadir otras que no sepas.
-No me importa. Me gusta escuchar historias que ya conozco.
Charlábamos y charlábamos durante los viajes; eran algunos de nuestros
mejores momentos. No sé cuándo empezó a
quedarse dormida pero sí que fue después de tomar de la bolsa algo para
comer y de hacer más de mil preguntas sobre todo lo que le dio la gana
preguntar. Saltando por encima del asiento, se acurrucó en la parte posterior
del coche, con la cabeza sobre la bolsa y se tapó con la manta hasta la barbilla. Me imagino que uno no puede soñar adrede, pero ella lo intentó.
-Cuéntame un cuento, papá.
Empecé a pensar, en voz queda, en lo que había hecho a lo largo del día. Me había
levantado temprano y había preparado el desayuno para los dos; la había
acompañado hasta la puerta de la escuela; después estuve ocupado en minucias
que me llevaron toda la mañana: llamar a la redacción de la revista, ir al
banco para indagar sobre algo relacionado con el precario estado de mis cuentas,
pasar por el despacho de Ildefonso y manosear una vez más las cuestiones que
nos siguen preocupando en torno a eso que éramos y en lo que hemos venido a
caer, etc. etc., y tomar una cerveza en el lugar de costumbre con los habituales. Sólo cuando volví a casa y me puse a ordenar el equipo me encontré
interesado de verdad. Y de pronto, Eva y yo, nos habíamos sentido felices de
poder abandonar la ciudad y echarnos a la carretera.
Hacía rato que era noche cerrada. Me detuve en una plazuela tenuemente
iluminada. Eva se desperezó debajo de su cobija con la mirada llena de sueño.
-¿Dónde estamos?
-Ya hemos llegado. Despabílate, bella durmiente.
Estábamos en Jarandilla de la Vera. Atravesamos el pueblo y aparcamos
junto a un pequeño hotel cercano a la
mole oscura de un convento. Una mujer joven se nos acercó tras la barra del
bar, a esta hora casi lleno. Pedí una habitación doble con baño y me entregó la llave que pendía de un aparatoso
rombo de madera con un número grabado a fuego. Subimos al primer piso, dejamos nuestro
exiguo equipaje y nos aseamos someramente. Eva, tumbada en una de las camas, se
hacía la remolona pretextando un sueño a todas luces evidente. Con todo,
teníamos apetito y bajamos al restaurante. En la televisión estaban dando una
comedia americana de Doris Day que atrajo su atención durante unos minutos; era
una historia previsible, de las de siempre. Una muchachita joven de aspecto aseado
y delantal limpísimo nos recitó los platos. Durante el intermedio televisivo
empezaron a pasar docenas de anuncios y
Eva comenzó, como otras veces, una parodia improvisada. Era una forma más de
complicidad.
-Le diré a la chica que me traiga el pescado con limones salvajes del
Caribe.
-Papá, esta sopa sabe a…
-¿A qué, cariño mío?
-A pueblo. ¿Pues qué te creías?
-¿Y a quién se lo has dicho?
-A mi vecina del tercero, a ti, a la camarera y, si me dejan, al
cocinero.
-¿Y si la chica se lleva tu sopa?
A nosotros nos parecía divertido. Quizá porque una vez más estábamos
viajando.
A la mañana
siguiente, mientras Eva se duchaba, bajé para encargar el desayuno. A esta hora
temprana no había más de cuatro clientes y el comedor estaba reluciente y
aireado. La chica me puso delante el café con leche, tostadas con mantequilla y
rebanaditas de pan frito que devoré con gusto. Me entretuve leyendo por encima
el diario regional, más atento a los detalles locales y a la publicidad que a
las noticias de interés general. Desde aquí se percibía muy distante lo que
sucedía en Madrid. Madrid ya no era el ombligo del mundo, sino el lugar del que
veníamos y al que inexorablemente habíamos de regresar. Por hacer algo, me
acerqué el coche y me puse a ordenar el interior, el desbarajuste de tebeos,
mantas, restos de comida, mapas, gorras y más cosas. Volví dentro y me senté
junto a Eva que, muy lavada y repeinada, daba buena cuenta de su desayuno y
charlaba con la camarerita joven. Junto a la mesa, muy colocado, nuestro
equipaje.
Propuse que diéramos una vuelta antes de continuar el viaje. Callejeamos
sin rumbo por el pueblo lleno de flores, con balcones y ventanas repletos de
tiestos, latas, cajas de madera, todo servía para que en su interior creciera
una planta. Había geranios trepadores que subían por la fachada hasta el
tejado, hortensias azules que surgían de tinajas desportilladas y más plantas
con o sin flores. Las calles empinadas y las plazuelas con galerías de madera
tenían el aire limpio y fresco, recién lavado de esta mañanita de abril. De
algún sitio llegaba el olor honrado a pan recién sacado del horno.
Subimos por escalones anchos, tallados en el granito, hasta la iglesia
levantada sobre la roca viva. Y lo miramos todo: dentro era el silencio. Sólo
se oía bisbisear a unas mujeres que disponían los paramentos del altar para los
oficios. Las imágenes aún no estaban veladas por los paños morados de la Semana
de Pasión. Eva me pidió un duro para encenderle una lamparilla a un Cristo
crucificado de expresión siniestra y pelo apolillado natural que inclinaba la
cabeza con ojos enajenados y extáticos.
Salimos al día exterior y nos asomamos al camposanto adosado a la
iglesia, un jardín poco cuidado, con lápidas y panteones en medio de la
vegetación vivaz y espontánea de la primavera. Era un cementerio alegre con
notas de color, amapolas y margaritas silvestres y los amarillos del diente de
león.
-Probrecillo. No tenía ni una vela encendida y ahí dentro está muy
oscuro, papá.
-No te preocupes demasiado por él. En estos días tendrá que salir a la
calle más de una vez. Es la época del año en que más ocupados están los Cristos
y las Vírgenes y toda la corte celestial. Es su campaña anual de lanzamiento y
promoción. Estoy seguro de que todos se sentirán encantados. A nosotros también nos
gustan las procesiones, ¿no?
- Bueno…sí.
Volvimos al coche. Eva entonaba una canción sobre tres alpinos que volvían de la guerra, ría, ría, rataplán, que volvían
de la guerra y que el más pequeño
lleva un ramo de flores, ría, ría,
rataplán, lleva un ramo de flores, y
la princesa estaba en la ventana, ría ría rataplán, y le decía pequeño
alpino, regálame esas flores, ría ría rataplán, regálame esas flores, etc.
etc…Yo silbaba la melodía sin desafinar más que lo justo. Cuando se disponía a
subir al auto chocó su cabeza con el marco acerado de la puerta: no fue un
golpe fuerte pero sí doloroso; yo veía sus ojos llenos de agua y su valiente esfuerzo
por no llorar. Le tomé la cabeza entre las manos y se la froté por todos los
lados; luego se la besé en la coronilla.
-Cuidarás de ella, ¿verdad? Sólo tienes ésta.
-Sí, papá.
Conduje hasta la carretera principal y seguimos por ella hasta la salida
del valle, en dirección hacia Plasencia. La vitalidad se mostraba esplendorosa
en la luz y el cielo brillante, en el agua de las gargantas que se precipitaba
desde la sierra, en los árboles en flor, en el olor y la vibración del aire.
Todo invitaba a cantar, así es que entonamos, con entusiasmo y brío estentóreo,
nuestro berrido favorito de saludo a la mañana.
Más tarde nos sucederían otras peripecias y hablaríamos de
muchos asuntos, hasta llegar a la Peña de Francia, ya en la provincia de Salamanca. Allí encontraríamos a otros
amigos y a mi hermano Fernando y a Alicia y a una cabra que atendía, cuando le
daba la gana, por Sinforosa y a un fraile dominico que se llama Jerónides y que
también era amigo nuestro, y al señor Ramón, el "farero" encargado del Repetidor de la Televisión y a su perro, pintiparado a su dueño.
Pero
estos personajes son origen y pretexto para otras historias.