lunes, 22 de agosto de 2016

El Cuadernillo de Notas, 80
                                                               
Hace algunos años me regalaron un cuaderno de bolsillo protegido por una cubierta de cuero crudo. El cuaderno ha sido renovado innumerables veces y la cubierta, con el uso y el paso del tiempo, ha adquirido el castaño oscuro y  pulido de la silla de montar de un imposible caballista y ha perdido del todo el olor acre y honesto del taller del talabartero. De vez en cuando la embadurno con uno de esos potingues protectores de manos  para sobarla y resobarla hasta que se lo embebe del todo. Me ha acompañado en mis andanzas, mis salidas y mis entradas, mis dolores y mis alegrías… En sus páginas manuscritas se ha ido plasmando en pedazos, con más o menos precisión, el devenir de mi existencia.
Es el baúl en donde se almacenan de forma caótica y, paradójicamente,  ordenadas (¡ah, las fechas y mi constante obsesión por el paso del tiempo!) algunas sugerencias que me sirven para escribir de las cosas que escribo.

viernes, 19 de agosto de 2016

Cuadernillo de Notas, 79

Ayer, 18 de agosto, se cumplieron 80 años del alevoso fusilamiento de Federico García Lorca en el barranco de Viznar a pocos kilómetros de Granada, perpetrado por individuos afines al Alzamiento Nacional perfectamente identificados. El poeta murió, a los 38 años, junto a dos banderilleros y un maestro de escuela. Con tal efeméride, algunos medios de comunicación han dedicado unas páginas y espacios televisivos a recordarla. Es admitido que desde el mismo momento de su asesinato, Lorca, en su vida y en su obra, ha devenido en un mito que no ha cesado de crecer: desde el Antonio Machado postmodernista del 98, a los escritores del 27 y epígonos como Miguel Hernández, todos reconocieron la importancia de la multiforme obra lorquiana, y la inseparable fascinación que irradiaba la personalidad del autor del Romancero gitano, de Poeta en Nueva York, de La casa de Bernarda Alba o de El Público y de tantos otros títulos.
En este momento aún no se sabe con certeza donde están los restos del escritor. Consta que fueron trasladados, al poco del asesinato, a otro lugar no aclarado y de allí a otra inhumación, sin excluir la posibilidad de que se hallen en Madrid.
He hojeado mi edición de las “Obras Completas” de Lorca, reeditadas y ampliadas  en múltiples ocasiones por la Ed. Aguilar, y he releído durante largo rato algunas páginas, de entre las que he seleccionado  (sin dificultad y con osadía) algunos pocos versos como muestra mínima, pero estimulante, de su intensa, extensa y variada creación (poesía, teatro, ensayo y otros escritos). Mi intención es la de incitar a la lectura y relectura de este imprescindible autor.  
  
                                              ADIVINANZA DE LA GUITARRA
                                                               
                                                               En la redonda
                                                     encrucijada
                                                     seis doncellas
                                                     bailan.
                                                     Tres de carne
                                                      y tres de plata.
                                                      Los sueños de ayer las buscan,
                                                      pero las tiene abrazadas
                                                      un Polifemo de oro.
                                                      ¡La guitarra!

     (De “Poemas del cante jondo”)

                                                          
                                             CIUDAD SIN SUEÑO
                                                                   (NOCTURNO DE BROOKLYN BRIDGE)

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que se callase.
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(De “Poeta en Nueva York”)

viernes, 5 de agosto de 2016

Alba en Navidad (una de verano)

Esta historia está basada en hechos reales y cualquier parecido con la realidad será mera coincidencia.

Hasta hace poco todo iba bastante bien entre nosotros. Sólo me ha fastidiado desde el principio su condenada afición a fumar en la cama mientras hojea revistas de las llamadas “del corazón”, o lee novelas del capitán pérez reverte y al mismo tiempo ojea la televisión. He podido corroborar, aprovechando su ausencia, tras morosas inspecciones oculares, inducido por mis chácharas con la portera, la existencia de ostentosas quemaduras en sábanas y edredón. Nunca me he atrevido a reprochárselo por no descubrir mis incursiones culposas en su zona de reserva: las puertas de todas las habitaciones han permanecido siempre sin echar la llave.
Alba y yo nos conocíamos desde la época universitaria en que practicábamos una camaradería que, si se me permite hoy decirlo, tenía algo de añejo, heredado de la progresía de los años finales de la putrefacción de la dictadura, una rebeldía un poco esnob, la estética y la ética, en fin, lo de siempre, los freud, marx, jung, reich, nietzsche y otros teóricos del eros y el tánatos, del rechazo (al padre), de la alienación, del sexo, del materialismo dialéctico, del amor (como liberación) y de todas esas zarandajas, mal leídas, peor traducidas y apenas asimiladas, en ediciones de bolsillo resobadas y en resúmenes incompletos perpetrados por sabe dios quién.
En cuanto terminé en la Universidad, con casi veintiséis años, me reclamaron para la servidumbre militar, agotadas las prórrogas por estudio. Después de tres meses de vacía estupidización como soldado raso en el ejército del aire -jamás llegué a ver un avión, ni siquiera un aeroplano, a menos de quinientos metros y siempre guardados en  hangares-, me pusieron en libertad con media arroba de más repartida en torno a mi cintura. Argumentaron confusas razones que tenían que ver con la avanzada edad de la víctima, tal vez espoleadas por mis insistentes objeciones de conciencia basadas en unas sólidas creencias religiosas sin especificar, que el soldado ocasional que yo era, estaba decidido a fundamentar, llegado el caso, en el pacifismo de los testigos de jeová, en la mansedumbre de los cuáqueros de las películas americanas y, si mucho me apretaban, hasta en la beatitud de los jare krisna o en cualquiera otra forma de elevada espiritualidad singular.
Más joven que yo, ella se había licenciado sin pena ni demasiado esfuerzo en una Facultad de desinformaciones tan variadas que la llevaron, primero a la redacción de un diario de provincias como becaria y más tarde a la emisora de una tentacular cadena de radio, eso sí, recluida en una pequeña ciudad del Sur, lo que le suponía, siendo ella capitalina de Sanse(bastián) y de vocación cosmopolita, un no pequeño sacrificio. Durante algún tiempo nuestros contactos se redujeron a esporádicos y breves encuentros cuando, de paso, recalaba en Madrid, y a espaciados intercambios de tarjetas postales, remitidas desde tópicos enclaves de las costas patrias o desde aquellos otros que mostraban los matasellos de Londres, Estambul, París, Buenos Aires, Venecia, y del paraíso cubano. Era de suponer que seguíamos siendo amigos en la distancia y a pesar de las hojas caídas del calendario.
Las casualidades no existen pero yo creo, no muy en serio, en el destino. Algo me sorprendí cuando nos topamos en una concentración de protesta, heterogénea pero multitudinaria, contra la guerra del golfo. Ni el momento ni el lugar eran los apropiados para una conversación reposada así es que, con el intercambio de afectos mutuos y números auténticos de teléfonos, quedamos emplazados para vernos algún día de estos, “pero que sea pronto, ¿no?” Reconozco que olvidé nuestro compromiso, urgido por otras demandas más inmediatas, las rutinas de una vida llena alicientes. Pasados unas semanas, sonó el teléfono. La amistad reverdeció en tardes de apretada charla con las que comenzamos a reanudar los cabos que se habían soltado durante el extenso paréntesis.
Ella acababa de aterrizar en esta ciudad, tan denostada en tiempos de silencio como mitificada en momentos de movida y almodóvar -ahora ya puede presumir de catedral, rematada su construcción por un corregidor ilustrado y agnóstico-, y al presente sumida en un aburrimiento y una atonía agria sobre la que planea el siniestro logotipo de un pájaro predador. Alba andaba a la búsqueda de un alojamiento en alquiler tras decepcionantes exploraciones de infames cuchitriles a precios estratosféricos que la habían sumido en una casi depresión sombría y desconsolada.
No dudé en ofrecerle, en tanto hallara algo de su conveniencia y mientras lo buscaba sin agobio, la mitad de mi piso. Había quedado por entero a mi disposición desde que Andrea decidiera, con sus veintipocos años por delante, crecer y realizarse sin la figura tutelar de un hombremayor (sic), para encontrarse a sí misma, decía, etc. Es decir, y resumiendo: que como las cosas ya no funcionaba entre nosotros, mi tierna y optimista amante había dado el paso definitivo. Así me suele suceder casi siempre, y me había desamparado a mi vida cerrando suavemente la puerta al salir. Y hasta ahora. Y ahora hasta me hacía ilusión llegar a casa y escuchar una voz humana que no saliera del televisor o de la SER con el parte meteorológico y el estado de las carreteras.
 De esta manera tan poco casual, Alba y yo habíamos vuelto compartir gastos de alojamiento e intendencia, algo que a mí me venía al pelo, dado que el alquiler resultaba un tanto gravoso para la famélica remuneración de un profesor interino, penene que se decía antes, con la posibilidad de alcanzar en un futuro no lejano, soy un optimista irredento, una titularidad dentro del Departamento, asunto que todavía hoy está por ver.
Trasladó al Pasillo Verde, con mi auxilio y el de mi descolorido Renault 5, su equipaje e  impedimenta, repartidos entre algún pariente y amigos. Y desde el primer día, como cuando nos apretábamos varios despreocupados en un piso de estudiantes, quedaron establecidas las normas que debían regular nuestra convivencia, minucias indispensables para sobrellevar la domesticidad cotidiana sin molestarnos demasiado. Yo permanecería en el dormitorio principal con el pequeño baño incorporado y ella se reservaba el otro en exclusividad, el cuarto de baño grande, más amplio y completo. El resto de la casa sería de uso comunal.
Nada más tomar posesión de sus dominios, colocó en lugar preferente un pequeño televisor, cuatro novelas de tirada inexplicablemente envidiable, unas fotos enmarcadas de gente de su familia, algunos cachivaches heterogéneos repartidos por los estantes y un María Moliner baqueteado por el uso. Y un insólito Diccionario Filosófico,  de Voltaire, sin desvirgar. Y un manojo de revistas de las que se leen en la peluquería o en la antesala del dentista.
Recurrimos a la mujer del portero como asistenta para que se hiciera cargo de las tareas más engorrosas por una razonable cantidad que pagaríamos a medias. Y poco más.
En cuanto a las relaciones sociales, convinimos la estricta observancia de una cláusula que recordaba los viejos tiempos: ningún invitado de cualquier sexo, o incluso sin sexo, podría quedarse durante más de una noche bajo el techo común, disposición que consideramos oportuno ampliar a dos pernoctas –término del que me había apropiado tras mi efímero tránsito por el oficio de las armas- en el caso de fin de semana como concesión graciosa a la ola de aperturismo que nos lleva invadiendo en estos tiempos de relajación, que diría su abuela. Perros, gatos y cualesquiera animales no humanos, vetados. Parecería como si nos hubiéramos hecho mayores, pero lo dudo.
Ha traído a algún amigo y, en contadas ocasiones, el acompañante se ha marchado con discreción a la mañana siguiente, aunque no tanta como para que yo no me percatara de ello. Por mi parte, he tenido siempre la misma deferencia para con ella y he observado con rigor, y un inexplicable pudor, lo pactado y si he gozado de efímeras compañías nocherniegas ha sido aprovechando sus ausencias.
Creo no haber dicho que desaparecía algunos fines de semana, a veces. Yo también lo solía hacer y entonces ella se quedaba por dueña en la casa. Al principio, ni me lo pensaba pero últimamente el no conocer con detalle lo que sucedía en mi ausencia, me acarreaba desasosiego y una mala leche que me duraba días. Hasta que decidí renunciar a mis excursiones. Y, como si me leyera el pensamiento, tampoco ella ha vuelto a sus salidas habituales. Qué manera de fastidiar, porque he llegado a sospechar que lo hace tan sólo por joderme. Sin habérmelo propuesto, he prescindido de traer a mi casa a algunas de las mariposeantes prímulas y si he querido practicar el viejo deporte me he sentido como obligado a recurrir a la alcoba de la ocasional partenaire o al asilo de  algún colega, pasmado ante mi petición, ¿pero tú no tienes un piso? Todo un incordio. Se me nota el engorro y Alba  me embroma, “esas jovencitas que te escuchan con veneración y la boca abierta dispuestas a meterse en tu cama”. Como si quedaran jovencitas que se cuelguen de tipos como yo (mintiendo) y que uno ya no está para que le tomen el pelo (mintiendo más) y todo eso. Por otro lado, han ido pasando los meses y no manifiesta ningún interés por buscarse otro alojamiento. Podría permitírselo porque, según confiesa, ahora se levanta una pasta gansísima entre la televisión y la radio, le van las cosas de puta madre, aunque haya tanto capullo baboso suelto por ahí, en lo de la publicidad, quiere decir. Natural. Como en todos sitios, le digo yo; eres un bocado apetecible y supongo que más de dos y más de tres chollos te habrán salido redondos, en parte, por tu bello palmito (porque buena sí que está, y es simpática y hábil para negociar). Y se mosquea cuando se lo digo. Ya me gustaría poder afirmar otro tanto de mí, pero bueno, qué voy a decir yo.
Ahora me siento incómodo y esa incomodidad me la provoca este compañerismo  para el que ya no estoy preparado. A veces discutimos por asuntos banales que en otro tiempo hubieran sido motivo de risas. Y tengo que disimular mi irritación. Me molesta su desmadeje descuidado sobre mi sofá para ver mi televisión olvidando que en su cuarto sigue conectado su aparato y, consumiéndose en el cenicero su cigarrillo o que aparezca las mañanas de los sábados por la cocina, mientras me preparo zumo, café y tostadas, llevando ese albornoz rosa que, con su pelo mojado... y no tengo por qué disimular mi fastidio. Desde hace tres semanas actúo como si ella fuera transparente, como si no existiera. Hablamos lo imprescindible pero no nos decimos nada. ¿Qué es lo que está sucediendo? Desearía que se largara de una puta vez.
Me he sorprendido a mí mismo mirándola con una mirada incestuosa y eso me disgusta y, al tiempo, me solivianta (ese modo de enarcar las cejas fingiendo creer alguna de mis patrañas).
Y no puedo dejar de huronear, en su ausencia, buscando no sé qué entre sus cosas. Descubro sus bragas y sostenes bien ordenados en los cajones de la cómoda. Repaso sus recovecos y no encuentro nada, cartas, un diario -¿quién coño escribe hoy un diario?-, una agenda de teléfonos, una nota, fotos, yo qué sé, algo que dé sentido a mis incursiones perversas. En la última me he llevado un fular impregnado del aroma, canela y limón, de su piel. Y me veo como un enfermizo y despreciable sujeto.
No me atrevo a preguntarle, así, de frente, si tiene pensado buscarse otro alojamiento por no caer en la más tosca grosería, pero si hubiera insinuado que tenía previsto marcharse, habría aplaudido su decisión y me sentiría aliviado. Llevamos compartiendo el apartamento más de ocho meses y ahora estoy confuso, y  hecho un lío. Hago todo lo posible por disimular lo que me pasa por la cabeza. Quiero que se vaya. Creo que si nos viéramos en un escenario distinto, en un campo neutral, yo me encontraría más relajado.
Hasta hoy, porque de hoy no pasa. Se lo voy a soltar a bocajarro amparándome en que esta noche llevo un punto achispado – si fuera preciso, podría exagerarlo un pelín más- y mañana es Nochebuena.  Ya se sabe que tanto en una como en otra circunstancia, cogorza y feliz navidad, todo el mundo está dispuesto a disculpar los excesos, incluidos los de franqueza, aunque yo no sea de los que toman al pie de la letra el adagio de in vino, veritas. Buena prueba de ello es lo que estoy tramando: in güisqui, mendacium. En lo peor de un lance fallido siempre me quedaría el recurso de dar marcha atrás y atribuirlo a los efectos colaterales de estas entrañables fiestas. Desde el mediodía los habituales y yo hemos despedido el trimestre y la llegada de la Pascua preparando el cuerpo y el espíritu con una tanda de prolongados ejercicios espirituosos. Y he aquí el resultado: son más de las tres de la madrugada y no tengo preparado ningún discurso coherente. Improvisaré. Me voy a mi casa para poder arrepentirme mañana, muy a gusto, de la decisión que tome.
 
-Menos mal que te has decidido. Lo estaba esperando. Era como si nunca fueras a decírmelo de una vez, dice ella.
-Pues mira, ya te lo he dicho, digo yo.
-Sí, dice ella.
-Qué bien, ¿no?, digo yo.
-¿Te alegras?, dice ella.
-Sí, claro ¿Y tú?, digo yo.
-Yo también, dice ella.
Por hacer algo miro el reloj. No sé qué más decirle, por ahora. Me parece que ha quedado claro. Más o menos.
 -Bueno, pues ya ves, digo yo.
-Sí, dice ella.
-Tanto esperar y así..., de repente..., digo yo.
-Bueno, ya está, dice ella.
-¿Te parece bien?, digo yo.
-Sí, bien. Claro, dice ella.
-Mucho mejor así, ¿no?, digo yo.
-Sí, sí, mucho mejor, dice ella. ¡Qué pesadito estás!
Tras este brillante diálogo, digno de figurar en una escena de Bernard Shaw, de Shakespeare, o hasta de don Jacinto o Arrabal, me mira, levanta las cejas, me coge la mano y la aprieta contra su mejilla. Se despereza como gata remolona y enciende un cigarrillo. Ya he dicho que siempre ha tenido la puta manía de fumar en la cama.
Me meto en la cocina a disponer un completo desayuno que me alivie de la resaca. Hoy no tengo que correr a la Facultad. Alba tampoco parece tener prisa en levantarse en esta mañana luminosa. Vamos a ser muy felices porque yo soy un tío tan convencional que siempre me han gustado los happy end en el cine y en  los cuentos, y Alba me ha prometido que de ahora en adelante no va a fumar en la cama y que me amará siempre, o sea, dos imposibles. Aun así, me creo este cuento porque empieza con el beso final, pero qué voy a hacer: estamos en navidad.
Es lástima que no se haya puesto a nevar sobre Madrid: nos falta el cliché de la navidad blanca navidad. A partir de ahora sí que va a empezar otra historia. Resultaría más fácil contarla que vivirla.