Alba en Navidad (una de verano)
Esta historia está basada en hechos reales y
cualquier parecido con la realidad será mera coincidencia.
Hasta hace poco todo iba bastante bien entre
nosotros. Sólo me ha fastidiado desde el principio su condenada afición a fumar
en la cama mientras hojea revistas de las llamadas “del corazón”, o lee novelas
del capitán pérez reverte y al mismo tiempo ojea la televisión. He podido
corroborar, aprovechando su ausencia, tras morosas inspecciones oculares,
inducido por mis chácharas con la portera, la existencia de ostentosas
quemaduras en sábanas y edredón. Nunca me he atrevido a reprochárselo por no
descubrir mis incursiones culposas en su zona de reserva: las puertas de todas
las habitaciones han permanecido siempre sin echar la llave.
Alba y yo nos conocíamos desde la época
universitaria en que practicábamos una camaradería que, si se me permite hoy
decirlo, tenía algo de añejo, heredado de la progresía de los años finales de
la putrefacción de la dictadura, una rebeldía un poco esnob, la estética y la
ética, en fin, lo de siempre, los freud, marx, jung, reich, nietzsche y otros
teóricos del eros y el tánatos, del rechazo (al padre), de la alienación, del
sexo, del materialismo dialéctico, del amor (como liberación) y de todas esas
zarandajas, mal leídas, peor traducidas y apenas asimiladas, en ediciones de
bolsillo resobadas y en resúmenes incompletos perpetrados por sabe dios quién.
En cuanto terminé en la Universidad, con casi
veintiséis años, me reclamaron para la servidumbre militar, agotadas las
prórrogas por estudio. Después de tres meses de vacía estupidización como
soldado raso en el ejército del aire -jamás llegué a ver un avión,
ni siquiera un aeroplano, a menos de quinientos metros y siempre guardados en hangares-, me pusieron en
libertad con media arroba de más repartida en torno a mi cintura. Argumentaron
confusas razones que tenían que ver con la avanzada edad de la víctima, tal vez
espoleadas por mis insistentes objeciones de conciencia basadas en unas sólidas
creencias religiosas sin especificar, que el soldado ocasional que yo era,
estaba decidido a fundamentar, llegado el caso, en el pacifismo de los testigos
de jeová, en la mansedumbre de los cuáqueros de las películas americanas y, si
mucho me apretaban, hasta en la beatitud de los jare krisna o en cualquiera
otra forma de elevada espiritualidad singular.
Más joven que yo, ella se había licenciado sin pena
ni demasiado esfuerzo en una Facultad de desinformaciones tan variadas que la
llevaron, primero a la redacción de un diario de provincias como becaria y más
tarde a la emisora de una tentacular cadena de radio, eso sí, recluida en una
pequeña ciudad del Sur, lo que le suponía, siendo ella capitalina de
Sanse(bastián) y de vocación cosmopolita, un no pequeño sacrificio. Durante
algún tiempo nuestros contactos se redujeron a esporádicos y breves encuentros
cuando, de paso, recalaba en Madrid, y a espaciados intercambios de tarjetas
postales, remitidas desde tópicos enclaves de las costas patrias o desde
aquellos otros que mostraban los matasellos de Londres, Estambul, París, Buenos
Aires, Venecia, y del paraíso cubano. Era de suponer que seguíamos siendo
amigos en la distancia y a pesar de las hojas caídas del calendario.
Las casualidades no existen
pero yo creo, no muy en serio, en el destino. Algo me sorprendí cuando nos
topamos en una concentración de protesta, heterogénea pero multitudinaria,
contra la guerra del golfo. Ni el momento ni el lugar eran los apropiados para
una conversación reposada así es que, con el intercambio de afectos mutuos y
números auténticos de teléfonos, quedamos emplazados para vernos algún día de
estos, “pero que sea pronto, ¿no?” Reconozco que olvidé nuestro compromiso,
urgido por otras demandas más inmediatas, las rutinas de una vida llena
alicientes. Pasados unas semanas, sonó el teléfono. La amistad reverdeció en
tardes de apretada charla con las que comenzamos a reanudar los cabos que se
habían soltado durante el extenso paréntesis.
Ella acababa de aterrizar en
esta ciudad, tan denostada en tiempos de silencio como mitificada en momentos
de movida y almodóvar -ahora ya puede presumir de
catedral, rematada su construcción por un corregidor ilustrado y agnóstico-, y al presente
sumida en un aburrimiento y una atonía agria sobre la que planea el siniestro
logotipo de un pájaro predador. Alba andaba a la búsqueda de un alojamiento en
alquiler tras decepcionantes exploraciones de infames cuchitriles a precios
estratosféricos que la habían sumido en una casi depresión sombría y desconsolada.
No dudé en ofrecerle, en tanto
hallara algo de su conveniencia y mientras lo buscaba sin agobio, la mitad de
mi piso. Había quedado por entero a mi disposición desde que Andrea decidiera,
con sus veintipocos años por delante, crecer y realizarse sin la figura tutelar
de un hombremayor (sic), para
encontrarse a sí misma, decía, etc. Es decir, y resumiendo: que como las cosas
ya no funcionaba entre nosotros, mi tierna y optimista amante había dado el
paso definitivo. Así me suele suceder casi siempre, y me había desamparado a mi
vida cerrando suavemente la puerta al salir. Y hasta ahora. Y ahora hasta me
hacía ilusión llegar a casa y escuchar una voz humana que no saliera del
televisor o de la SER con el parte meteorológico y el estado de las carreteras.
De esta
manera tan poco casual, Alba y yo habíamos vuelto compartir gastos de
alojamiento e intendencia, algo que a mí me venía al pelo, dado que el alquiler
resultaba un tanto gravoso para la famélica remuneración de un profesor
interino, penene que se decía antes, con la posibilidad de alcanzar en un
futuro no lejano, soy un optimista irredento, una titularidad dentro del
Departamento, asunto que todavía hoy está por ver.
Trasladó al Pasillo Verde, con mi auxilio y el de mi
descolorido Renault 5, su equipaje e
impedimenta, repartidos entre algún pariente y amigos. Y desde el primer
día, como cuando nos apretábamos varios despreocupados en un piso de
estudiantes, quedaron establecidas las normas que debían regular nuestra
convivencia, minucias indispensables para sobrellevar la domesticidad cotidiana
sin molestarnos demasiado. Yo permanecería en el dormitorio principal con el
pequeño baño incorporado y ella se reservaba el otro en exclusividad, el cuarto
de baño grande, más amplio y completo. El resto de la casa sería de uso comunal.
Nada más tomar posesión de sus dominios,
colocó en lugar preferente un pequeño televisor, cuatro novelas de tirada
inexplicablemente envidiable, unas fotos enmarcadas de gente de su familia,
algunos cachivaches heterogéneos repartidos por los estantes y un María Moliner baqueteado por el uso. Y
un insólito Diccionario Filosófico, de
Voltaire, sin desvirgar. Y un manojo de revistas de las que se leen en la
peluquería o en la antesala del dentista.
Recurrimos a la mujer del portero como asistenta
para que se hiciera cargo de las tareas más engorrosas por una razonable
cantidad que pagaríamos a medias. Y poco más.
En cuanto a las relaciones sociales, convinimos la
estricta observancia de una cláusula que recordaba los viejos tiempos: ningún
invitado de cualquier sexo, o incluso sin sexo, podría quedarse durante más de
una noche bajo el techo común, disposición que consideramos oportuno ampliar a
dos pernoctas –término del que me
había apropiado tras mi efímero tránsito por el oficio de las armas- en el caso de fin de
semana como concesión graciosa a la ola de aperturismo que nos lleva invadiendo
en estos tiempos de relajación, que diría su abuela. Perros, gatos y
cualesquiera animales no humanos, vetados. Parecería como si nos hubiéramos
hecho mayores, pero lo dudo.
Ha traído a algún amigo y, en
contadas ocasiones, el acompañante se ha marchado con discreción a la mañana
siguiente, aunque no tanta como para que yo no me percatara de ello. Por mi
parte, he tenido siempre la misma deferencia para con ella y he observado con
rigor, y un inexplicable pudor, lo pactado y si he gozado de efímeras compañías
nocherniegas ha sido aprovechando sus ausencias.
Creo
no haber dicho que desaparecía algunos fines de semana, a veces. Yo también lo
solía hacer y entonces ella se quedaba por dueña en la casa. Al principio, ni
me lo pensaba pero últimamente el no conocer con detalle lo que sucedía en mi
ausencia, me acarreaba desasosiego y una mala leche que me duraba días. Hasta
que decidí renunciar a mis excursiones. Y, como si me leyera el pensamiento,
tampoco ella ha vuelto a sus salidas habituales. Qué manera de fastidiar,
porque he llegado a sospechar que lo hace tan sólo por joderme. Sin habérmelo
propuesto, he prescindido de traer a mi
casa a algunas de las mariposeantes prímulas y si he querido practicar el
viejo deporte me he sentido como obligado a recurrir a la alcoba de la
ocasional partenaire o al asilo de algún
colega, pasmado ante mi petición, ¿pero tú no tienes un piso? Todo un incordio.
Se me nota el engorro y Alba me embroma,
“esas jovencitas que te escuchan con veneración y la boca abierta dispuestas a
meterse en tu cama”. Como si quedaran jovencitas que se cuelguen de tipos como
yo (mintiendo) y que uno ya no está para que le tomen el pelo (mintiendo más) y
todo eso. Por otro lado, han ido pasando los meses y no manifiesta ningún
interés por buscarse otro alojamiento. Podría permitírselo porque, según
confiesa, ahora se levanta una pasta gansísima entre la televisión
y la radio, le van las cosas de puta
madre, aunque haya tanto capullo
baboso suelto por ahí, en lo de la publicidad, quiere decir. Natural. Como
en todos sitios, le digo yo; eres un bocado apetecible y supongo que más de dos
y más de tres chollos te habrán salido redondos, en parte, por tu bello palmito
(porque buena sí que está, y es simpática y hábil para negociar). Y se mosquea
cuando se lo digo. Ya me gustaría poder afirmar otro tanto de mí, pero bueno,
qué voy a decir yo.
Ahora
me siento incómodo y esa incomodidad me la provoca este compañerismo para el que ya no estoy preparado. A veces
discutimos por asuntos banales que en otro tiempo hubieran sido motivo de
risas. Y tengo que disimular mi irritación. Me molesta su desmadeje descuidado
sobre mi sofá para ver mi televisión olvidando que en su cuarto sigue conectado su aparato
y, consumiéndose en el cenicero su
cigarrillo o que aparezca las mañanas de los sábados por la cocina,
mientras me preparo zumo, café y tostadas, llevando ese albornoz rosa que, con su pelo mojado... y no tengo por qué disimular
mi fastidio. Desde hace tres semanas actúo como si ella fuera transparente,
como si no existiera. Hablamos lo imprescindible pero no nos decimos nada. ¿Qué
es lo que está sucediendo? Desearía que se largara de una puta vez.
Me he sorprendido a mí mismo mirándola
con una mirada incestuosa y eso me disgusta y, al tiempo, me solivianta (ese
modo de enarcar las cejas fingiendo creer alguna de mis patrañas).
Y no puedo dejar de huronear,
en su ausencia, buscando no sé qué entre sus cosas. Descubro sus bragas y
sostenes bien ordenados en los cajones de la cómoda. Repaso sus recovecos y no
encuentro nada, cartas, un diario -¿quién coño escribe hoy un
diario?-,
una agenda de teléfonos, una nota, fotos, yo qué sé, algo que dé sentido a mis
incursiones perversas. En la última me he llevado un fular impregnado del
aroma, canela y limón, de su piel. Y me veo como un enfermizo y despreciable
sujeto.
No me atrevo a preguntarle, así, de frente, si tiene
pensado buscarse otro alojamiento por no caer en la más tosca grosería, pero si
hubiera insinuado que tenía previsto marcharse, habría aplaudido su decisión y
me sentiría aliviado. Llevamos compartiendo el apartamento más de ocho meses y
ahora estoy confuso, y hecho un lío. Hago
todo lo posible por disimular lo que me pasa por la cabeza. Quiero que se vaya.
Creo que si nos viéramos en un escenario distinto, en un campo neutral, yo me
encontraría más relajado.
Hasta hoy, porque de hoy no pasa. Se lo voy a soltar
a bocajarro amparándome en que esta noche llevo un punto achispado – si fuera
preciso, podría exagerarlo un pelín más- y mañana es Nochebuena. Ya se sabe que tanto en una como en otra
circunstancia, cogorza y feliz navidad, todo el mundo está dispuesto a
disculpar los excesos, incluidos los de franqueza, aunque yo no sea de los que
toman al pie de la letra el adagio de in
vino, veritas. Buena prueba de ello es lo que estoy tramando: in güisqui, mendacium. En lo peor de un lance
fallido siempre me quedaría el recurso de dar marcha atrás y atribuirlo a los
efectos colaterales de estas entrañables fiestas. Desde el mediodía los
habituales y yo hemos despedido el trimestre y la llegada de la Pascua preparando el cuerpo
y el espíritu con una tanda de prolongados ejercicios espirituosos. Y he aquí
el resultado: son más de las tres de la madrugada y no tengo preparado ningún
discurso coherente. Improvisaré. Me voy a mi
casa para poder arrepentirme mañana, muy a gusto, de la decisión que tome.
-Menos mal que te has
decidido. Lo estaba esperando. Era como si nunca fueras a decírmelo de una vez,
dice ella.
-Pues mira, ya te lo he
dicho, digo yo.
-Sí, dice ella.
-Qué bien, ¿no?, digo yo.
-¿Te alegras?, dice ella.
-Sí, claro ¿Y tú?, digo
yo.
-Yo también, dice ella.
Por hacer algo miro el reloj. No sé qué más decirle,
por ahora. Me parece que ha quedado claro. Más o menos.
-Bueno, pues ya ves, digo
yo.
-Sí, dice ella.
-Tanto esperar y así...,
de repente..., digo yo.
-Bueno, ya está, dice
ella.
-¿Te parece bien?, digo
yo.
-Sí, bien. Claro, dice
ella.
-Mucho mejor así, ¿no?,
digo yo.
-Sí, sí, mucho mejor,
dice ella. ¡Qué pesadito estás!
Tras este brillante diálogo, digno de figurar en una escena de Bernard Shaw, de Shakespeare, o hasta de don Jacinto o Arrabal, me mira, levanta las cejas, me coge la mano y la
aprieta contra su mejilla. Se despereza como gata remolona y enciende un
cigarrillo. Ya he dicho que siempre ha tenido la puta manía de fumar en la
cama.
Me meto en la cocina a disponer un completo desayuno
que me alivie de la resaca. Hoy no tengo que correr a la Facultad. Alba tampoco
parece tener prisa en levantarse en esta mañana luminosa. Vamos a ser muy
felices porque yo soy un tío tan convencional que siempre me han gustado los happy end en el cine y en los cuentos, y Alba me ha prometido que de
ahora en adelante no va a fumar en la cama y que me amará siempre, o sea, dos
imposibles. Aun así, me creo este cuento porque empieza con el beso final, pero
qué voy a hacer: estamos en navidad.
Es lástima
que no se haya puesto a nevar sobre Madrid: nos falta el cliché de la navidad
blanca navidad. A partir de ahora sí que va a empezar otra historia. Resultaría
más fácil contarla que vivirla.