Cuando yo era joven hacía fotografías, con una
cámara Kodak Instamatic que había en mi casa, para enseñárselas después a todos
lo que estuvieran interesados en verlas, ya fueran protagonistas o quisieran curiosear
en mi afición. Hacía fotos a todo lo que se dejara, lo mismo me daba que fueran palacios, conventos, adarves,
torres y otros motivos del barrio antiguo de la ciudad, que a mis compañeros y amigos
del Preu, posando junto a una fuente o amontonados en un banco de los jardines
del paseo intentando leer La Codorniz (“La revista más audaz para el lector más
inteligente”) comprada a escote o haciéndole muecas disparatadas al fotógrafo.
No quiero decir nada de las reuniones familiares con sus limitaciones y
sorpresas…. En las orillas de un río o embalse (yo aún no conocía el mar) aparecían los fotografiados pescando o bañándose o
sorprendidos en situaciones variadas…
Todo esto, y mucho más, me lleva a considerar que
hoy las imágenes tiene una función bien distinta, sobrevenida quizás por la
generalización impensable años atrás de tantos y tan variados aparatos. Artilugios
que lo mismo sirven para hablar, escuchar música, saber si va a llover mañana,
reservar localidades para un espectáculo, que para lanzar al universo de
internet millones de imágenes de sí mismos, de amigos y enemigo, de gracias,
desgracias y obscenidades de cualquier calibre. Parece como si millones de estas personas
quisieran convencerse y convencernos de que existen, aunque sea fugazmente, por
medio de instantáneas de ellos mismos o de otros y otras. La inmensa mayoría no son aficionados a la
fotografía como forma de expresión; no las hacen para conservarlas y, no
digamos, para pasarlas a papel fotográfico y guardarlas en un precioso álbum
cuidadosamente ordenadas.
En el presente momento me conformo con salir de
vez en cuando, siempre acompañado de mi deidad mágica, para fotografiar con
una cámara digital un paisaje, un edificio, una flor, alguna persona de mi
afecto… Y me siento gradecido y satisfecho.