Qué largo y cálido le resultaba el verano, como el título de aquella película de Martin Ritt con Orson Welles y Paul Neuman. Nada que ver con el filme.
Va solo en el coche que conduce con desgana por una
calle céntrica de la ciudad en la noche inacabable. Al detenerse en un semáforo
repara en una mujer que, bajo la luz de una farola, ríe y besa con entusiasmo
al hombre y hablan algo que a él no le llega y vuelven a abrazarse. A la luz
cruda sus figuras parecen hermosas e irreales: la mujer, como en escorzo, casi
de espalda, muestra sus piernas desnudas y perfectas que surgen del vestido
vaporoso rojo violento, la cabeza hacia atrás y los brazos en torno a la
cintura del muchacho que lleva con desgaire una camisera blanca. El hombre al
volante se sobresalta cuando la pareja, semáforo en verde, se le cruza a la
carrera enlazados por la cintura, y la mujer lo mira fugazmente al pasar.
Arranca y no quiere pensar en nada después de soportar la larga y tediosa
semana en la ciudad recalentada. La muchedumbre discurre, tráfago de viernes y
estío, ávida de converger donde sea y no importa con quién. El azar juega a
cada instante y quién puede prever el encuentro, o reencuentro. Así se siente
el rastreador en la madrugada tenaz, esperando el suceso fortuito que puede
venir de dios sabe dónde ni por dónde.
Los asiduos al
mostrador de nogal pulido del añejo café con música en directo, se distraen con
jarras de cerveza y bebidas largas de colores diversos. La botillería de los
estantes se duplica en la luna frontera que enmarca, como una fotografía sepia,
el ambiente de otra noche más del verano. Sentada en el taburete, con la
espalda apoyada en el mostrador, la muchacha del corpiño carmesí y corta melena
oscura, cruza con él su mirada en el espejo: sólo es un instante y ya sabe que
no. Si acaso la recordara más tarde, su enigmático hechizo le daría dolor. De
por ahí ha surgido un figurín adepto del amor que le pasa el brazo por los
hombros desnudos y la atrae hacia sí con gesto chapucero de propiedad
ostensible, la piel tostada y la blancura ideal de su inmaculada indumentaria.
Desde la sala contigua llega amortiguada una voz densa que entona un aire
cadencioso del sur americano, acompañada del bandoneón y la guitarra. Y el figuras le musita al oído algo que a
ella la hace reír. Qué largo y qué cálido puede resultar el verano, como en
aquella película...
A pesar de los
intentos de cruzar los puentes y pasar al otro lado, sus días y sus noches de
penuria no han terminado, no quiere y al mismo tiempo quisiera. Las calles y
los antros de este barrio latino tan madrileño están tomados por una multitud
festiva. Todas las caras son igualmente disímiles pero se puede errar de
continuo. Cada vez que ellas lo miran siente el temblor de la expectación,
acaso el destino lo señale esta vez con el dedo. Lo teme y lo busca. Siete estaciones, como argonauta de la
nocturnidad, le parecen suficientes por hoy.
En la tienda
"Abierto 24 horas" apenas se ven clientes. El muchacho, no tan joven, que se ocupa de la
caja, parece como sorprendido cuando se le acerca con las cervezas, los emparedados
y unas bolsitas con algo de picar. Más allá, junto al estante de los periódicos
una beldad estilizada hojea una publicación. Está de espaldas y viste un breve
y entallado vestido blanco-roto, sus
piernas son largas, bien torneadas, se vuelve y le echa una rápida ojeada sin
verlo, por encima de la revista que aparenta leer. No, no es tan joven como
suponía. A él nada le interesan los señuelos en las páginas del ocio, recién casada faldita de tenis debajo ya sabes necesito dos pelotas entró entró.
Ya en la calle,
desde la acera el náufrago ve a través de los cristales, en el interior
iluminado, cómo la tentadora sirena rodea por detrás con sus brazos el torso del
cajero complaciente. El pasajero de la noche se aparta con una aleve desazón
mariposeándo alrededor de su cabeza como aureola y sujeta contra el pecho el
envoltorio de papel con los improvisados víveres.
El automóvil va rompiendo en
la amanecida los charcos que ha dejado en el pavimento el lavatorio municipal
tempranero y del asfalto asciende una humedad condensada y mohosa. Se esfuerza
por pensar en realidades ilusorias del pasado lejano: en el aroma del incienso que desde siglos flota
en aquella iglesia; en esos cuchitriles en donde no entraba nadie para cambiar
novelas o tebeos las tardes del domingo; en la niebla matutina que desdibuja el
encinar; en el vacío exánime al salir del cine después de ver una comedia americana
con su final feliz; en nombres de personas, Policarpo, Ananda, Teodora,
Facundo, que nunca ha conocido.
Deja los paquetes sobre la mesa de la cocina y
con desgana se acerca al salón, sofoco de interior cerrado y, sin encender la
luz, abre de par en par el balcón y conecta la televisión. La estancia se
inunda, como en una escena bajo la luna, de una claridad irreal y disfruta de
un largo y profundo trago de cerveza. Una mujer hechicera de sonrisa estándar
le ofrece las ventajas por la compra de no sabe qué productos si marcara el
teléfono que aparece en la parte inferior de la pantalla.
Abandonando las
imágenes a su propia fascinación, pasa a la alcoba y extrae del armario, impecable en su percha, el vestido de textura sedosa que deja sobre
la cama y junto a él, con mucha cautela, el afilado estremecimiento de las
tijeras de cocina.
Y ya, decidido,
en el baño y se despega, con esfuerzo, el polo del cocodrilo, arrugado y
deslucido. Los chorros de agua le desuellan la coraza y arrastran los
recuerdos, y los deseos, y el sudor, y lo dejan listo para el próximo asalto.
El hombre
en calzoncillo, sentado frente al televisor, ha empezado a aceptar que, irremediablemente, será un verano muy largo y muy cálido sin ella.