Yo estaba enamorado, pero no lo
sabía. Ahora, tantos años después, sé algo más de mí y de aquel amor.
Lo estuve pensando durante algún
tiempo, había tomado una decisión y ahora no quería echarme atrás. Lleno de
inquietud y todavía con algunas dudas, aquel día me llegué hasta la casa de la
Rufina. La Rufi era la muchacha que
ayudaba a mi madre en las tareas de la casa, cuidaba de mi hermano pequeño y la
encargaban de que me controlara a mí, tarea nada fácil, que entonces tenía
más de catorce años y estaba en 4º curso del Bachillerato Elemental. A mí la Rufi me
parecía muy mayor, no sé si porque había cumplido los veinte o porque tenía las
tetas más grandes que las de mi madre. Y fue a ella a quien le confié mi
obsesión y le pedí en que me lo hiciera, pero se negó en redondo. «Quita p’allá,
muchacho. Si tu madre se entera de que he sido yo, me pone de patitas en la
calle». Tanto le insistí que al final accedió a encaminarme a una chica que
conocía y que me lo haría por algo de dinero, un duro o así, lo que costaba ir
al Norba un jueves en sesión de fémina. Antes, me había hecho jurar por
la cruz, lo juro por ésta, que me muera y me vaya al infierno de cabeza si me
chivo. «Vaya una perra que has cogido, y no te digo nada cuando se entere tu
padre la que te va a liar a ti, a tu madre y, de propina, a mí». En este
momento me sentía capaz de soportar las broncas y algo más que se le pudiera
escapar a mi padre; las chuflas de mis amigos era cuestión de torearlas: ya se
les olvidaría y, quizás, hasta lo llegarían a encontrar envidiable. En el
colegio, el asunto sería de pura estrategia, de quita y pon, y nadie se daría
cuenta.
No tenía intención de decírselo a
nadie, ni siquiera a ella. Ya lo descubriría por su cuenta cuando me viera.
Ella era la MariTere. Vivía con su
abuela en el piso principal de un caserón en la parte alta de la Villa,
muy cerca de mi casa; iba al colegio de las Carmelitas, de uniforme azul marino, sombrero redondo y zapatones negros y, aunque delgadita, no daba la impresión
de fragilidad. Con el pelo oscuro y sus ojos de color violeta, no se parecía a
ninguna de las niñas que yo conociera en todo el barrio ni en toda la ciudad,
que era lo mismo que decir en todo el mundo. Algunas veces coincidíamos en la
Plaza Mayor, yo y mis amigos con ella y sus amigas, como por casualidad, y las
acompañábamos hablando de tonterías que fastidiaban a mis compinches que me
miraban de reojo deseando que nos dejáramos de las chicas, que no decían más
que bobadas.
De vez en cuando, yo iba a la
casa de Mary-Tere para ayudarla con las matemáticas y el dibujo que no se le
daban bien y, además, no estudiaba nada. Vivía con su abuela porque sus
padres, que eran artistas en el Gran Circo Mundial, se pasaban meses y meses
viajando por el mundo y sólo venían a verla unos pocos días al año. Cuando
acabábamos las tareas doña Gerarda me ofrecía una onza que yo por educación se la
aceptaba unque no me gustara demasiado el chocolate. Mari-Tere me repetía
historias de lugares lejanos en las que el circo era el mundo y sus padres las
estrellas protagonistas, que si mi padre esto, que si mi madre lo otro. Me
regalaba los sellos de las cartas que recibía y yo los guardaba, sólo porque
eran de ella y no por afición filatélica. Sacaba del aparador una caja de lata
con fotografías en las que aparecía la pareja con sus brillantes trajes,
cogidos por la cintura, saludando con sonrisa profidén: su padre, con chaquetilla de lentejuelas y corbata de pajarita,
levantando la trompeta reluciente como un trofeo, «¿A que es muy guapo?». Yo
miraba la foto y lo único que veía era un hombre atezado, repeinado con
brillantina, bigotillo a lo Errol Flynn y un arete en la oreja izquierda, «Lo
que más me gusta es que con ese zarcillo se parece a un pirata de las
películas, ¿a que sí?», y besaba la foto con entusiasmo.
Otras veces era ella la que se presentaba en mi casa por la tarde, aún con el uniforme del colegio y la cartera colgándole de la mano, casi a rastras, en la que llevaba lo del latín, libro y cuaderno con cuatro frases para “analizar y traducir”, y los problemas. Yo buscaba en mi habitación el diccionario Spes, que no figuraba entre sus libros, «es que yo no voy a seguir estudiando, sabes; en cuanto mi padre lo diga me iré con ellos, y para trabajar en el circo no necesito el latín ni las matemáticas». En la mesa grande de la cocina, con el fondo de los discos dedicados en la radio y el olor a rosquillas fritas, intentaba meterle en la mollera que el nominativo era el sujeto de la oración y que el pretérito de amare era amavi y había que traducirlo por “yo amé”, ¿te enteras?, y las ecuaciones de primer grado con dos incógnitas, y apenas ponía atención en lo que le decía y al final era yo casi siempre el que terminaba por hacerle los deberes, mientras ella jugaba con mi hermano y, de paso, le contaba a mi madre las historias de sus padres que yo me sabía de memoria. Lo mejor era que le gustaban los dulces de mi casa y que aguantaba con risas los incordios de mi hermano. Era muy lista pero no sé ni cómo había llegado hasta 3º del Bachillerato Elemental, y eso porque estudiaba con las monjitas.
Otras veces era ella la que se presentaba en mi casa por la tarde, aún con el uniforme del colegio y la cartera colgándole de la mano, casi a rastras, en la que llevaba lo del latín, libro y cuaderno con cuatro frases para “analizar y traducir”, y los problemas. Yo buscaba en mi habitación el diccionario Spes, que no figuraba entre sus libros, «es que yo no voy a seguir estudiando, sabes; en cuanto mi padre lo diga me iré con ellos, y para trabajar en el circo no necesito el latín ni las matemáticas». En la mesa grande de la cocina, con el fondo de los discos dedicados en la radio y el olor a rosquillas fritas, intentaba meterle en la mollera que el nominativo era el sujeto de la oración y que el pretérito de amare era amavi y había que traducirlo por “yo amé”, ¿te enteras?, y las ecuaciones de primer grado con dos incógnitas, y apenas ponía atención en lo que le decía y al final era yo casi siempre el que terminaba por hacerle los deberes, mientras ella jugaba con mi hermano y, de paso, le contaba a mi madre las historias de sus padres que yo me sabía de memoria. Lo mejor era que le gustaban los dulces de mi casa y que aguantaba con risas los incordios de mi hermano. Era muy lista pero no sé ni cómo había llegado hasta 3º del Bachillerato Elemental, y eso porque estudiaba con las monjitas.
Era domingo y la Rufi me dio el
aviso. En lugar de ir a la sesión de cine matinal, como le dije a mi madre, me fui a donde
vivía la Luisa, cerca de la Peña Redonda. A la Luisa, que estaba de dependienta
en una mercería y perfumería, no la conocía más que de haberla visto en el
paseo de la Plaza cuando salían la Rufi y ella con sus respectivos acompañantes
dándoles escolta, ellas en medio y los panolis en los extremos. Cuando toqué en
la puerta me pareció que no había nadie. Estuve en un tris de darme la vuelta
con alivio. Lo primero que me dijo fue que me sentara en el filo de una cama
turca llena de cojines de colores. Yo, sin abrir la boca, sudaba por cada pelo
un goterón de nervioso que estaba; ella canturreaba por lo bajo, me preguntaba
algo, me echaba una ojeada y sonreía. En una mesilla iba colocando lo que pudiéramos
llamar el instrumental, al tiempo que me explicaba cómo me lo iba a hacer:
primero me limpiaría con un algodón y alcohol, después quemaría con una cerilla
la punta de la aguja enhebrada, la limpiaría bien y me traspasaría el lóbulo de
la oreja, apoyando la aguja por el otro lado en una corteza de pan, y ya
estaba. Sólo quedaba anudar la hilaza de seda formando un anillo y limpiarme la
sangre del pinchazo. Y arreglado. Hubiera deseado salir huyendo. Me ordenó que
me quitara el chaleco y la camisa y me quedé con la camiseta de tirantes.
Aquello no me tranquilizó nada, al contrario: acercó una banqueta y se sentó
pegada a mi izquierda. Notaba su respiración en mi oreja, como si me soplara, y
me repetía que no me preocupara, que no me iba a doler. Olía a jabón de olor y,
al inclinarse, por el escote desbocado de la blusa le veía las tetas, redondas
como naranjas. Me sentía los latidos dentro de la cabeza, me ardían las orejas
y estaba más que sofocado. Cuando empezó a tocarme hubiera querido salir corriendo
pero me quedé. Cuando me bajó los pantalones me dieron ganas de gritar pero me
contuve. Cuando me empujó sobre el camastro me preparé para rechazarla pero me
quedé quieto, quieto. «Andá, vaya apero
que te gastas, como un hombre…». Cerré los ojos y me dejé llevar. Salí de la
casa sudoroso, atontado y sin lograr lo que allí me había llevado. Y olvidé en la
mesilla el billete de cinco pesetas.
Todavía me temblaban las piernas al
subir la cuesta a la carrera y bajar a saltos la calle escalonada hasta llegar
a la Plaza. Llevaba el chaleco en la mano y los pelos revueltos. Bajo los
soportales me detuve a coger aliento, ponerme el chaleco y atusarme el pelo mirándome
en la luna de un escaparate. Con parsimonia atravesé la Plaza simulando
naturalidad. Me sentía algo mareado y me quemaban las orejas sin agujerear.
Sentados en un banco de hierro
estaban mis compinches fumando bisontes,
comprados uno a uno en el carrillo de pipas, chicles y caramelos. Seguían con
atención las palabras y evoluciones de Julio que, de pie frente a ellos, les
contaba la película que acababan de ver. «Échate p’allá, haz sitio, tú». Me
senté y me fui enterando. La que había entusiasmado a la pandilla era una de piratas. Julio se convertía
alternativamente en cada personaje, tan pronto imitaba la actitud y el tono
desenfadado del temible burlón trapecista, sus piruetas imposibles o las
morisquetas del pirata mudo, como los dengues de la chica guapa, el gesto
atravesado por la rabiosa maldad de los malos
y hasta el beso final del protagonista a la chica guapa. Que fuera interrumpido era
lo habitual: el narrador seguía a lo suyo, y si el otro insistía con terquedad en
rectificarle, le soltaba con brusquedad, «joder, tontolculo, cuéntala tú si eres capaz
de hacerlo mejor, so mamón». La armonía se restablecía
cuando los demás exigíamos al enredador que se callara. Y en lo que coincidían
mis compinches era en que todos los
buenos llevaban pendientes en las orejas y debía ser porque eso les gustaba
a las mujeres en aquella época, y en ésta también, pensaba yo para mis adentros.
Aún permanecía como ido, bajo los efectos de la soba que había soportado. «Y tú
¿por qué no has venido, so gili?». Mentí con un aplomo que hasta a mí me
sorprendió. «De gili nada, que me la he perdido porque mi madre tenía que salir
y me he quedado con mi hermano». Julio Carulla
Florentino, de mote Moropillo, era el
mejor contador de películas que jamás he conocido.
Los padres de Mari-Tere llegaron unos
días después. Mi madre me lo dijo al volver del colegio con un tono en su voz
que yo bien conocía. Yo sabía que a mi madre mucho le hubiera gustado tener una
hija. Doña Gerarda, llorosa, le había dado la noticia: se llevaban a su nieta,
a su niña, y no esperaban a las Navidades.
En los días siguientes no tuve ocasión de encontrarme con ella. Suponía que estaba demasiado ocupada y ya ni siquiera acudía al colegio. Desde la ventana de mi habitación pasaba las horas de la tarde acechando el transitar de la gente y salía a la Plaza con no sé qué esperanza y recorría las calles de la Villa y los balcones del caserón permanecían con los postigos cerrados. El último día me volví desalentado tras haber hecho una larga e infructuosa ronda. Se estaban encendiendo los faroles de la calle cuando llegué a mi casa. Mari-Tere y su abuela habían venido para despedirse, me habían esperado un poco y se habían marchado: tenían que coger el tren para Madrid aquella misma tarde. Mejor, es una pesada y una fantasiosa, me alegro de no tener que verla en una temporada. Así se lo dije, pero a mi madre no la engañaba.
En los días siguientes no tuve ocasión de encontrarme con ella. Suponía que estaba demasiado ocupada y ya ni siquiera acudía al colegio. Desde la ventana de mi habitación pasaba las horas de la tarde acechando el transitar de la gente y salía a la Plaza con no sé qué esperanza y recorría las calles de la Villa y los balcones del caserón permanecían con los postigos cerrados. El último día me volví desalentado tras haber hecho una larga e infructuosa ronda. Se estaban encendiendo los faroles de la calle cuando llegué a mi casa. Mari-Tere y su abuela habían venido para despedirse, me habían esperado un poco y se habían marchado: tenían que coger el tren para Madrid aquella misma tarde. Mejor, es una pesada y una fantasiosa, me alegro de no tener que verla en una temporada. Así se lo dije, pero a mi madre no la engañaba.
Y pasaron los días y las semanas.
Cada noche rezaba para que volviera, quizás después de las vacaciones del
verano. No me importaría hacerle las traducciones de latín. Como consuelo, me
imaginaba una película en la que yo, con el pendiente en la oreja, era el pirata
Burt Lancaster y ella era Mari-Tere, y así, intentaba soñar dormido lo que
imaginaba despierto. No regresó ni ese verano, ni al siguiente ni al otro ni al
otro. Yo estaba convencido de que era un castigo que Dios me imponía por haber
pecado aquella vez contra el sexto mandamiento. Después, me libraba del peso de
“los actos impuros” en la confesión de los primeros viernes, y no volvía a
pensar en las llamas del infierno hasta la próxima. Jamás le confesé ni al
Padre Chapetas, ni a nadie, el
episodio de mi arrebatada salida de la niñez. Durante mucho tiempo viví con la
certeza de ser un sacrílego que persistía en el pozo del pecado. Y por eso Dios
me castigaba: en unos años recibí tres o cuatro postales desde lugares que me
parecían lejanísimos y aureolados de exotismo. Me escribía escuetamente que le
gustaba la vida en el circo y lo mucho que estaba aprendiendo. Siempre mandaba
besos para mi hermano y para mi madre y ahora firmaba como Terry. Fijaos, como Terry.
Nunca contesté a sus tarjetas. Bueno, tampoco conocía una dirección a donde
enviarle una carta.
Pasado el tiempo, yo había perdido no sólo la inocencia y sino también el desenfado espontáneo. Me estaba convirtiendo,
sin vuelta atrás, en una persona mayor y eso no me entusiasmaba. Había
dejado atrás a mi familia, a mis amigos de siempre y mi casa en la Villa. Vivía
en otra ciudad, en una realidad distante, sin supersticiones ni milagrerías. Ya
no creía que el infierno consistiera en que alguien me las hiciera pagar en las
calderas de pedro botero. Lo había padecido y estaba seguro de que mis cuentas
estaban saldadas. Estudiaba con ahínco en las aulas de la ilustre universidad y
descubría por las noches la música de jazz, los bares en el sótano de algún tugurio
mientras bebía en la compañía de mis iguales mezclas y mejunjes insólitos.
A veces, se me posa encima una
sombra de melancolía. Lo pasado reaparece sin avisar, atraído por el sabor de
las perrunillas, el aroma humilde del aceite de las sardinas en lata que había goteado
sobre una página del Capitán Trueno o el hedor acre a letrina de algún callejón
de la ciudad de mi infancia lejana. Lo he estado pensando y he tomado
la decisión. No quiero echarme atrás. Soy un hombre profesional y socialmente bien considerado, con una
familia tan común que cualquiera envidiaría mi felicidad tan feliz.
Hoy, en la farmacia le he
preguntado al auxiliar, que antes hubiera llamado el mancebo, si aún se siguen vendiendo esos artilugios que se
utilizaban para perforarles los lóbulos de las orejas a las niñas. El mancebo,
de melena ondulada, perilla rala y mosca bajo el labio inferior, me recuerda vagamente
un retrato de Gustavo A. Bécquer. Me ha mirado con atención y me pone delante una caja
pequeña de plástico transparente, cerrada con un precinto, en cuyo interior se
ven algo como dos pendientes con falsos diamantes. «Están fabricados con acero quirúrgico
esterilizado, la gema es una circonita transparente, que puede ser de color
granate si lo prefiere, o una bolita metálica, sin más. No, en aro no se
fabrican. Son muy fáciles de colocar y resultan indoloros. Después de dos o
tres semanas de llevarlos, se pueden sustituir por los pendientes definitivos
que prefieran ponerle a la niña». Le entrego los cuarenta y tres euros y salgo
a la calle tranquilamente decidido.
En el bulevar, los plátanos de
sombra se libran de sus hojas otoñales con arrebatado alborozo llevados por ráfagas de
viento anubarrado, hoy inusualmente cálido en esta ciudad que cae tan lejos
y tan al norte de mi pueblo.