martes, 29 de noviembre de 2016

Cuadernillo de Notas, 93

Apoyado y reforzado por mi Hada del Otoño me he decidido a escuchar la llamada del norte y he dejado mi cobijo en el que me siento amparado en mi actual situación. Pasar unos días en Bilbao y San Sebastián es tener asegurada la acogida de sus gentes con los consabidos tópicos en cuanto a la gastronomía variada, el paisaje y otros tantos detalles que es innecesario enumerar por ser conocidos de cuantos por allí hayan pasado. He disfrutado de la lluvia, del escaso sol, de la niebla y la neblina, de los pinchos de su excelente cocina y de todo lo que imaginar se me pueda permitir. En Bilbao ha sido indispensable acudir al Museo Guggenheim, admirado y discutido por sus audacias arquitectónicas y por sus exposiciones temporales, en estos días la dedicada al pintor Francis Bacon.
Lo más interesante es recorrer sus calles y jardines y plazas y la catedral y algunas iglesias y tabernas y restaurantes y la ría y más y más…, incluso el Puente de Calatrava, sobre el Nervión, motejado por los ingeniosos peatones como el puente delos morrazos.  En el colmo de la originalidad (somos así y no podemos disimularlo) nos hemos equipado, en una tienda fundada a finales del siglo XIX, de boinas vascas de distintos colores en la que se nos ha impartido por el habilísimo vendedor una lección estética de cómo lucir airosamente este tradicional cubrecabeza.   
En San Sebastián nos camuflamos bajo la apariencia de turistas de manual.Hemos acudido a la Playa de la Concha, al puerto, recorrido el paseo de Ondarreta, nos hemos despeinado con el Peine del Viento y el Hada se ha paseado por las arenas de la orilla de la bahía en tanto yo la admiraba desde el malecón. Y nos hemos reparado, cómo no, en las tabernas de pinchos.
No hay fármaco más eficaz contra la nostalgia que empaparse del olor, el paisaje y la sonoridad de este mar acompañado por una deidad fantástica.            

viernes, 11 de noviembre de 2016

Cuadernillo de Notas, 91

Hoy, día de San Martín (de Tours), caballero en la guardia imperial romana y más tarde obispo y santo patrono de numerosos lugares de la cristiandad.   
Hay opiniones distintas sobre cuáles sean algunos de los símbolo más populares en nuestro país. Muchos se inclinan por el toro con su carga ancestral y oscura, lúdica, sexual, patriótico-deportiva, religiosa, polémica, artística y hasta publicitaria (los de Osborne, en las autovías). Otros están convencidos de que el tótem ibérico más apreciado es el cerdo, que ha trascendido los límites de la Península (Portugal también existe) para ser reconocido en el ancho mundo como delicia gastronómica, aunque muy pocos se atreverían a llevarlo impreso en una camiseta o sobre la bandera nacional.   
Desde antaño, con los fríos del otoño, el pueblo de mi infancia se cargaba del olor acre del humo de las fogatas que en patios y corrales se levantaban para chamuscar la hirsuta pelambre del sacrificado,  calentar calderos de agua con que  lavar tripas y mondongos, y asar alguna prueba. Los animales, que hasta aquel entonces, habían convivido con la familia a lo largo de todo el año, compartiendo los avatares de la vida y los ajetreos de su cuidado y ceba, eran hoy motivo de regocijo familiar, de cooperación desinteresada de los vecinos y de diversión general y asegurada para los niños (y los gatos).
Por estos días, al ídolo, venerado en las recias esculturas graníticas de los  verracos esparcidas por la Celtiberia de vacceos y vetones, le llegaba su hora y sufría en su sangre, carne, vísceras y demás despieces, una transfiguración sublime en morcillas y chorizos, morcones y lomos, longanizas y botillos, y en S.M. el jamón ibérico de bellota…, que, más adelante, se incorporarían a nuestros cuerpos y almas en venerada comunión alimenticia.
Esta evocación  queda sellada y fechada en un dicho de significación varia y ambigua: “A cada cerdo le llega su San Martín”, sentencia que también avisa a los que obran mal de que, más pronto o más tarde, recibirán su merecido. Que así sea, si así os parece.