Me llamo Paulina aunque desde siempre
todos me dicen Lina, y con Lina me he quedado aunque en el DNI aparezco como
Paulina González Garamón. Siempre he vivido en Madrid, o mejor dicho, en
Carabanchel Bajo. Mi abuela me dejó al morirse el quiosco por haberla cuidado
cuando ella ya no podía ni moverse y yo me quedaba al frente del negocio como
única responsable. Y de esto me he mantenido desde hace más de veinte años.
Tengo cuarenta y dos tacos y desde los
dieciséis, que dejé el Instituto sin acabar el 1º del BUP porque aquello no era
lo mío, ayudé a mi abuela en su quiosco de periódicos, revistas, libros y chucherías,
que, con los tiempos y las crisis, han terminado por convertirse en una especie
de chamarilería de cosas inacabables.
Mi madre se desentendió de mí y de mis
dos hermanos, uno mayor que yo y otro más pequeño, y se marchó a Valencia a
trabajar en una fábrica de pantalones vaqueros y, sobre todo, decía ella, para
estar cerca del mar. Esto sucedió al poco de que nuestro padre, perdida la
cabeza por el alcoholismo y con la vista muy reducida, se alocara (era relojero,
y en los buenos tiempos que yo ni recuerdo, llegó a tener taller propio), se volviera loco, repito, por
los páramos de la Mancha, recorriéndolos en bicicleta sin finalidad alguna y manteniéndose
unas veces de trabajillos menudos y pasajeros y otras de la caridad de la gente.
Todo el tiempo hemos vivido en
Carabanchel de lo que mi abuela sacaba, con mi ayuda, del quiosco que tenía en un buen sitio del barrio de Argüelles. Mi
madre ahora vive en Alicante, está jubilada por la artrosis y por la columna que
la tiene hecha cisco; de tarde en tarde se viene a Madrid, se queda en la casa de
mi hermano mayor, casado y con una niña pequeña, durante una semana o así,
más por la nieta que por nosotros, y se vuelve a la orilla del mar, y ya hasta
cuando le dé otra vez la ventolera por venir.
De mi otro hermano, más pequeño que yo, prefiero no hablar.
Iba a empezar el BUP cuando mi padre dio la espantá y después de muchos
problemas dentro y fuera del colegio, se enredó en la mierda de la droga, al
principio el porrito, el canutito y yendo a más, desintoxicaciones y malos
pasos y peores rollos, hasta las cejas con la heroína y se metía todo lo que le cayera a
mano. Malvivía con el trapicheo, y de bajarse
al moro, y de hacer de mulero, hasta que lo trincaron una vez y otra y otra…
Yo lo sacaba como podía pero no había manera. Murió del sida y de todo lo que
llevaba por dentro en una cárcel de Burgos, ahora va a hacer dos años.
He
tenido desde los diecisiete años relaciones que duraban más o menos. Aún me
acuerdo la primera vez que me enamoré; él tenía veinte y trabajaba en una pescadería
de lo mejor en la misma calle donde está el quiosco, era el hijo del dueño y a
su padre le parecía poco la nieta de la quiosquera.
Después vinieron otros. Uno que decía
que era actor de teatro aunque nunca le vi hacer nada más que de bulto como extra. Un
italiano, no tan guapo como dicen que son, que conocí en unas vacaciones en
Calella. Y de otros que no me acuerdo ni de sus nombres. Sí que me acuerdo de
Ramón porque me llevó a un concierto de jazz y al café Gijón donde había
escritores y gente inteligente y al Museo del Prado que es una pasada y al
teatro varias veces, y porque me enseñó tantas cosas en la cama y fuera de ella
que no podía ni imaginar, y a hablar en voz baja y a escuchar lo que dicen los
demás; duró poco, siete meses o así, hasta el día que me dijo que se tenía que ir a
una universidad de los Estados Unidos por un curso y que me llamaría cuando
volviera; lo echaba de menos porque cada día se pasaba a comprar El País y
revistas de intelectuales y a pegar la hebra, que no es por presumir
pero yo sé, y por cómo babean los tíos, que estoy bastante buena. Tenía unos
cuantos años más que yo y era tranquilo y llevaba con paciencia mi ignorancia; lo
admiraba y creo que me había colgado un poco de él; y la colgadura me duró hasta
aquella noche en que salí a dar una vuelta con mi amiga Afriquita que me
ayudaba, pagándole un dinero, en lo del quiosco, y por tirarme el moco con ella,
que es más inculta que yo todavía, la llevé al café del cine Doré, que me había
enseñado mi novio, y allí, en una mesa, me lo encontré al muy cabrón con una jovencita
que tenía toda la pinta de una pija de su universidad; se hizo el loco como que
no me veía pero me acerqué y le dije, en voz bien alta, oye, yo te conozco a
ti, me dejé que me follaras hasta que me
aprobaste en el examen de tu asignatura y ahora veo que estás haciendo lo mismo
con esta pibita, profe de mierda; se quedó mas cortado que una paraguaya, y volviéndome con el más puro estilo tipo
carabanchelero, dije: ¡hala!, Afriquita, vámonos de aquí, que este sitio apesta a un cabrón
hijoputa. Estuve moqueando unos días, pero todo se pasa. Ya no quiero ni recordar a los tíos que
me he tirado en los últimos tiempos.
Y entonces me lo encontré. A mi Kevin, a mi amor, a mi lucero y sol y luna de mi vida. No existe ningún otro desde que encontré a mi Kevin
de mi alma, el hombre que ha cambiado mi vida de verdad, pero de verdad de verdad.
Mi Kevin hacía de monitor en el centro
de mantenimiento de la piscina a la que iba el año pasado para ponerme en forma
y pasar en la playa dos semanitas en agosto, que no hay para más por la típica
crisis de la que todo el mundo habla, y joder cómo se nota! Enseguida me di
cuenta cómo me miraba el guapazo del
Kevin y me quedé prendada de él. Mi Kevin es de Bolivia, tiene cuarenta
años, alto guapo de pelo castaño tirando a rubio y los ojos de un gris clarito.
Y un cuerpo de ensueño y unos dientes perfectos, y un hablar dulce y meloso
que me emboba. Cuando llegó aquí fue hasta boxeador y conductor de una furgona
de reparto y ahora monitor de gimnasio. Desde que estamos juntos me río más y me lo paso de puta madre
porque me lo da todo en la cama y fuera de ella. Estoy loca por él y ha
cambiado mi vida de verdad, pero de verdad. Nos vamos a ir a su país cuando
pase el verano. Nos casaremos y viviremos en Sucre o en La Paz. Con el dinero que me dan por el
kiosco y por mi casa y con los dólares que mi amorcito va a sacar de unas
casitas y unas finquitas, heredadas de una tía suya fallecida recién allá en Bolivia, ya tenemos
pensado poner un negocio con el que podemos vivir como reyes en un país que ya
me encanta sin haberlo visto más que en fotos.
Afriquita, que es una aguafiestas y me
tiene una envidia que no puede disimular, no se lo puede ni creer lo que estoy
haciendo y me dice que me he vuelto loca y que le da en la nariz que el Kevin
no es lo que parece y que tiene algo escondido en la manga. Por eso y por lo
pesada que se ha puesto, he tenido con ella una agarrada que casi llegamos a
las manos. Y no he vuelto a verla en dos semanas, ni lo pienso, por ahora.
En septiembre estaré feliz en ese país
que ya va a ser muy pronto el mío.