viernes, 9 de junio de 2017

No te lo crees ni tú

Me llamo Paulina aunque desde siempre todos me dicen Lina, y con Lina me he quedado aunque en el DNI aparezco como Paulina González Garamón. Siempre he vivido en Madrid, o mejor dicho, en Carabanchel Bajo. Mi abuela me dejó al morirse el quiosco por haberla cuidado cuando ella ya no podía ni moverse y yo me quedaba al frente del negocio como única responsable. Y de esto me he mantenido desde hace más de veinte años. 
Tengo cuarenta y dos tacos y desde los dieciséis, que dejé el Instituto sin acabar el 1º del BUP porque aquello no era lo mío, ayudé a mi abuela en su quiosco de periódicos, revistas, libros y chucherías, que, con los tiempos y las crisis, han terminado por convertirse en una especie de chamarilería de cosas inacabables.
Mi madre se desentendió de mí y de mis dos hermanos, uno mayor que yo y otro más pequeño, y se marchó a Valencia a trabajar en una fábrica de pantalones vaqueros y, sobre todo, decía ella, para estar cerca del mar. Esto sucedió al poco de que nuestro padre, perdida la cabeza por el alcoholismo y con la vista muy reducida, se alocara (era relojero, y en los buenos tiempos que yo ni recuerdo, llegó a tener taller propio), se volviera loco, repito, por los páramos de la Mancha, recorriéndolos en bicicleta sin finalidad alguna y manteniéndose unas veces de trabajillos menudos y pasajeros y otras de la caridad de la gente.
Todo el tiempo hemos vivido en Carabanchel de lo que mi abuela sacaba, con mi ayuda, del quiosco que tenía  en un buen sitio del barrio de Argüelles. Mi madre ahora vive en Alicante, está jubilada por la artrosis y por la columna que la tiene hecha cisco; de tarde en tarde se viene a Madrid, se queda en la casa de mi hermano mayor, casado y con una niña pequeña, durante una semana o así, más por la nieta que por nosotros, y se vuelve a la orilla del mar, y ya hasta cuando le dé otra vez la ventolera por venir.
De mi otro hermano, más pequeño que yo, prefiero no hablar. Iba a empezar el BUP cuando mi padre dio la espantá y después de muchos problemas dentro y fuera del colegio, se enredó en la mierda de la droga, al principio el porrito, el canutito y yendo a más, desintoxicaciones y malos pasos y peores rollos, hasta las cejas con la heroína y se metía todo lo que le cayera a mano. Malvivía con el trapicheo, y de bajarse al moro, y de hacer de mulero, hasta que lo trincaron una vez y otra y otra… Yo lo sacaba como podía pero no había manera. Murió del sida y de todo lo que llevaba por dentro en una cárcel de Burgos, ahora va a hacer dos años.
He tenido desde los diecisiete años relaciones que duraban más o menos. Aún me acuerdo la primera vez que me enamoré; él tenía veinte y trabajaba en una pescadería de lo mejor en la misma calle donde está el quiosco, era el hijo del dueño y a su padre le parecía poco la nieta de la quiosquera. 
Después vinieron otros. Uno que decía que era actor de teatro aunque nunca le vi hacer nada más que de bulto como extra. Un italiano, no tan guapo como dicen que son, que conocí en unas vacaciones en Calella. Y de otros que no me acuerdo ni de sus nombres. Sí que me acuerdo de Ramón porque me llevó a un concierto de jazz y al café Gijón donde había escritores y gente inteligente y al Museo del Prado que es una pasada y al teatro varias veces, y porque me enseñó tantas cosas en la cama y fuera de ella que no podía ni imaginar, y a hablar en voz baja y a escuchar lo que dicen los demás; duró poco, siete meses o así, hasta el día que me dijo que se tenía que ir a una universidad de los Estados Unidos por un curso y que me llamaría cuando volviera; lo echaba de menos porque cada día se pasaba a comprar El País y revistas de intelectuales y a pegar la hebra, que no es por presumir pero yo sé, y por cómo babean los tíos, que estoy bastante buena. Tenía unos cuantos años más que yo y era tranquilo y llevaba con paciencia mi ignorancia; lo admiraba y creo que me había colgado un poco de él; y la colgadura me duró hasta aquella noche en que salí a dar una vuelta con mi amiga Afriquita que me ayudaba, pagándole un dinero, en lo del quiosco, y por tirarme el moco con ella, que es más inculta que yo todavía, la llevé al café del cine Doré, que me había enseñado mi novio, y allí, en una mesa, me lo encontré al muy cabrón con una jovencita que tenía toda la pinta de una pija de su universidad; se hizo el loco como que no me veía pero me acerqué y le dije, en voz bien alta, oye, yo te conozco a ti, me dejé que me follaras  hasta que me aprobaste en el examen de tu asignatura y ahora veo que estás haciendo lo mismo con esta pibita, profe de mierda; se quedó mas cortado que una paraguaya, y volviéndome con el más puro estilo tipo carabanchelero, dije: ¡hala!, Afriquita, vámonos de aquí, que este sitio apesta a un cabrón hijoputa. Estuve moqueando unos días, pero todo se pasa. Ya no quiero ni recordar a los tíos que me he tirado en los últimos tiempos.
Y entonces me lo encontré. A mi Kevin, a mi amor, a mi lucero y sol y luna de mi vida.No existe ningún otro desde que encontré a mi Kevin de mi alma, el hombre que ha cambiado mi vida de verdad,  pero de verdad de verdad.
Mi Kevin hacía de monitor en el centro de mantenimiento de la piscina a la que iba el año pasado para ponerme en forma y pasar en la playa dos semanitas en agosto, que no hay para más por la típica crisis de la que todo el mundo habla, y joder cómo se nota! Enseguida me di cuenta  cómo me miraba el guapazo del Kevin y me quedé prendada de él. Mi Kevin es de Bolivia, tiene cuarenta años, alto guapo de pelo castaño tirando a rubio y los ojos de un gris clarito. Y un cuerpo de ensueño y unos dientes perfectos, y un hablar dulce y meloso que me emboba. Cuando llegó aquí fue hasta boxeador y conductor de una furgona de reparto y ahora monitor de gimnasio. Desde que estamos juntos me río más y me lo paso de puta madre porque me lo da todo en la cama y fuera de ella. Estoy loca por él y ha cambiado mi vida de verdad, pero de verdad. Nos vamos a ir a su país cuando pase el verano. Nos casaremos y viviremos en Sucre o  en La Paz. Con el dinero que me dan por el kiosco y por mi casa y con los dólares que mi amorcito va a sacar de unas casitas y unas finquitas, heredadas de una tía suya  fallecida recién allá en Bolivia, ya tenemos pensado poner un negocio con el que podemos vivir como reyes en un país que ya me encanta sin haberlo visto más que en fotos.
Afriquita, que es una aguafiestas y me tiene una envidia que no puede disimular, no se lo puede ni creer lo que estoy haciendo y me dice que me he vuelto loca y que le da en la nariz que el Kevin no es lo que parece y que tiene algo escondido en la manga. Por eso y por lo pesada que se ha puesto, he tenido con ella una agarrada que casi llegamos a las manos. Y no he vuelto a verla en dos semanas, ni lo pienso, por ahora.
En septiembre estaré feliz en ese país que ya va a ser muy pronto el mío.

miércoles, 7 de junio de 2017

In memoriam de Juan Goytisolo

Descubrí a finales de los 60 del pasado siglo a Juan Goytisolo en un ejemplar de Señas de identidad, editado por Joaquín Mortíz, México, comprado en la caseta 13, la de Lucas, en la Cuesta de Moyano, cuya lectura resultó un desafío y un deslumbramiento, por las innovaciones técnicas y lingüísticas, para el lector convencional que yo era. Después, por razones de profesión y de interés he leído una buena parte de su obra y creo que casi todas sus novelas y narraciones. 
En los manuales de Literatura Española al uso, Juan Goytisolo aparecía como escritor perteneciente a la generación de mediados del siglo XX, pero yo creo que es mucho más: uno de los autores más importantes de este pasado inmediato porque su obra abarca la narrativa larga y corta, el ensayo, la crítica, la teórica, la poesía, el lenguaje como objeto de estudio, colaboraciones en el diario EL PAÍS, y mucho más. Y siempre desde una actitud de novedosa composición y creación en  lo que se refiere al lenguaje.
No se puede separar la actividad y pensamiento de este autor de su postura ética y política, opuesta a la que se vivía oficialmente en la España de la dictadura franquista, y de ahí sus andanzas y exilio voluntario en Francia, Tánger, Estados Unidos y otros jugares, hasta asentarse definitivamente en el marroquí Marrakec. En el discurso leído en la Universidad de Alcalá de Henares con motivo de la entrega del Premio Cervantes de las Letras del 2014, se definió como de “nacionalidad cervantina”, magnífica y literaria metáfora que dice mucho de su condición y talante. Murió el pasado día 4 a los 86 años y está enterrado en el "cementerio español" de Larache en el que le deseo que descanse para siempre a salvo de manoseos y otras maniobras interesadas. Nunca tuve ocasión de estrechar su mano.

Y para acabar este obituario cordial, una anécdota propia. La lectura de Campos de Níjar, un libro de viajes con referencias al paisaje y a la vida durísima de las gentes que lo habitaban en los años 60  y que Goytisolo presentaba con cruda realidad de la que se derivaba una manifiesta crítica social y, consecuentemente política, me llevó, ya en los años 70, a viajar con un coche de segunda mano en compañía de unos amigos, durante los días de la semana santa, por aquellos lugares que aparecen en el libro y que quizás habrían mejorado en algo. El lugar almeriense era por entonces de paisaje árido, desolado y exótico para mí. Nos llegamos hasta el faro del Cabo de Gata y quedamos sobrecogidos a pesar de los años transcurridos desde que Goytisolo los recorrió. Aún no los habían descubierto los genios del espagueti wester y muchísimo menos los de indiana jones y otras películas de universal éxito. En  la actualidad no sé cómo habrá quedado todo aquello pero no me atrevería a repetir la excursión.