Lance en la rivera
Durante
mi infancia pasaba más de dos meses de vacaciones con mis abuelos en un pueblo pequeño de
la Sierra, al norte de la capital, lindando ya con Portugal y Salamanca. Cuando
tenía once años viví uno de los encuentros más emocionantes de mi vida hasta entonces y que,
sin sospechar la que se me venía encima, me acarreó durante mucho tiempo fama
de cuentista bolero. Tal vez hubiera sido mejor haber mantenido la boca cerrada,
pero en esa época me faltaba mucho que aprender.
En
la mañana cálida de finales de julio salimos mi hermano, mi primo Andrés, que
era de mi edad, y Julito, más pequeño, y
algún amigo del pueblo, para pescar y bañarnos en la “Rivera”, una corriente de
agua que bajaba de la sierra, cuya
profundidad superaba en poco el metro y medio y algo más en algunas
pozas. Distaba del pueblo más de un kilómetro, eso si atrochábamos por los
pinares resineros y piñoneros en lugar de seguir la carretera asfaltada. El
riachuelo corría a la sombra de chopos, sauces, y alisos y por el campo se
extendían retamas, zarzamoras y monte bajo. El entorno resultaba una delicia
liberadora para alguien que, como yo, pasaba todo el año en la ciudad antigua y
linajuda, bajo el amparo vigilante de iglesias severas, escoltado por palacios
inaccesibles y silenciosos y, en las revueltas, por torres desmochadas y adarves con
almenas, que nada me decían porque los tenía muy vistos: semanas y meses y años de idas y venidas de casa al colegio de los Reverendos P.P. Franciscanos y del colegio a casa.
El
agua del río era fría y favorable para las truchas y otros pececillos pero a mí
me daba escalofríos y no me quité la ropa. Después de un rato de recorrer un tramo de la orilla
izquierda, para arriba y para abajo, a favor y en contra de la corriente sin
resultado, mis compinches decidieron que nos bajáramos hasta la Presa del Molino
harinero que tenía más fondo y probar suerte por allí. Tú te quedas aquí vigilando
el campamento, que nosotros nos volvemos enseguida, fue la inapelable orden de
mi hermano que, como el mayor (había terminado 5º de bachillerato con notas más
bien ramplonas), se había agenciado el papel de jefe de la pandilla.
Me
quedé en la umbría de cuidador de meriendas y de la ropa, la caña con la línea
tirada de cualquier manera y sin que la veleta
avisara el más leve indicio de que algún incauto se interesara por mi cebo.
Menudo entretenimiento. Ya había pasado un rato que se me hacía eterno. La
mañana no se me pintaba propicia para nada, demasiada tranquilidad y, solo,
empezaba a aburrirme. En el silencio sólo se escuchaba el borbotear del agua y
el viento suave que movía las ramas de los árboles.
Dejé
a un lado el bote con las lombrices mezcladas con tierra húmeda, la caja de los
saltamontes y la masilla de miga de pan
coloreada con pimentón envuelta en un trapo, recogí el aparejo, me quité
los pantalones cortos y me quedé en el “meyba” de cuadros azules que me había
comprado mi madre para el verano. La orilla de enfrente, alta, se cortaba en un talud
de pendiente muy pina por encima del que se veían árboles formidables.
Decidí
darme un baño. Me fui metiendo con parsimonia en el cauce frío para
acostumbrarme hasta que el agua me llegó por encima del pecho. Me disponía a una
zambullida con pateo cuando me quedé quieto, encogido, sin hacer ruido ni
movimiento alguno: con facilísima agilidad bajaba, elástico y
seguro, un visitante del tamaño de un perro mediano, la piel parda con manchas
de negro, las orejas de punta rematadas con pelos largos; tranquilamente
se llegó a la orilla, me miró con sus ojos amarillo-verdosos y bebió con la
lengua a lametones, como los gatos. Estaba a unos quince metros, o así, y yo sin
mover ni una ceja. Tan silencioso como había llegado despareció en tres brincos
por el terraplén arriba. La visión había durado no más que un suspiro de dos
minutos, que a mí me parecieron largos, pero largos.
Salté
fuera del río sin más y me acuclillé al sol. Tenía un frío que no sólo me venía
del agua sino, además, de la repentina aparición. ¿Y si volvía otra vez y
cruzaba a este lado del río? No es que tuviera miedo, lo que se dice miedo,
pero casi, y estaba deseando que regresaran los que andaban por allá abajo. En los
alrededores no se veía un alma humana.
Metí
los dedos índice y corazón entre labios y dientes y solté chiflidos con
todas mis fuerzas esperanzado en que apareciera alguien, un pastor con sus
cabras o mis compañeros o veraneantes de los que andaban de un lado para otro. Mis
llamadas no encontraron eco alguno .
Cuando, por fin, volvieron mis secuaces, dispuestos
zamparse los bocadillos, antes que nada se lo conté.
-He
visto un lince que ha bajado por el ribazo de ahí enfrente, me ha mirado
mientras bebía y después se ha subido a toda leche por el mismo sitio.
Traían,
ensartados por las agallas en juncos, unos cuantos peces pequeños sacados con
las cañas y dos truchas medianas trincadas a maneo con el tenedor. Ninguno me creía.
Y empezaron a brearme con preguntas mientras devorábamos con entusiasmo y buen diente, sentados en corro sobre la hierba, los bocadillos de tortilla con
chorizo que mi madre nos había preparado, los filetes empanados de mis primos y
el jamón con rodajas de tomate de los otros, y hacíamos intercambios de
mordiscos.
-¿Y
no te has cagado encima?, dijo mi hermano.
-No,
pero sí me he meado; so gilimeo. Yo
estaba dentro del agua, bañándome.
-Pues
hubieras aprovechado y haber hecho el viaje al completo- dijo otro de los
incrédulos-; a los peces les gusta la mierda
Más
risas y más burlas. Uno de los chicos llevaba en la bolsa cigarrillos que
le había sisado a su padre. Tumbados entre sol y sombra,
disfrutábamos sin parar mientes en el paso del tiempo, tosiendo por las caladas
que dábamos por turnos a los “ideales”, hablando mal del colegio de los frailes y de la
escuela del pueblo y de la gente que conocíamos. Era el verano, estábamos de
vacaciones y no aspirábamos a más.
Bajamos
siguiendo el cauce hasta el remanso ancho y soleado que formaba el río bajo el
puente de la carretera, al que pomposamente llamaban “la piscina” pero en
mejor, decían, porque el agua corre y siempre está tan limpia y cristalina que
hasta se puede beber. No seríamos nosotros los que la bebiéramos. A esta hora, pasado
el mediodía, las orillas del charco estaban ocupadas por jóvenes y adultos,
chicos y chicas, y hasta familias enteras con abuelos y abuelas incluidos, y don Crescencio el cura joven en bañador. Los
más audaces se desplomaban, de pie o de cabeza, desde algún promontorio elevado que,
a manera de trampolín, habían improvisado con el portón de desecho de una cerca, con
tablones u otra ocurrencia igualmente rústica.
Cuando
lo tuvimos todo visto y habíamos pasado revista a los concurrentes,
especialmente a las chicas, regresamos al pueblo por la carretera estrecha y
mal asfaltada pero con la tentación de la huerta del abuelo de mis primos por
parte de su madre, que estaba al paso, en la que saltando la pared, podíamos
coger impunemente pavías, higos, peras sanjuaneras y, si queríamos, un melón o
una sandía, pero no, que de eso ya había en cada casa.
Unas
veces andando y otras corriendo llegamos a la Plaza y cada cual tiró para su
casa. Mi hermano y yo entramos por el portón de la calleja trasera, que daba a
los corrales, y no por la puerta principal. Seguidos por la gata vieja y otros
gatos que venían miando al olor de los peces, repartimos lo que ya esperaban:
cortamos los peces en trozos y se los echamos, y las truchas, destripadas y
lavadas bajo el grifo, las dejamos en la cocina en la que trajinaban mi abuela,
mi madre y mi tía Andrea.
Después de los lavatorios de "obligado
cumplimiento" y cambiada las sandalias del agua por otro calzado, nos sentamos bajo los limoneros y, releyendo las historietas
del TBO o las aventuras del Guerrero del Antifaz y de Roberto Alcázar y Pedrín, esperamos a que se nos
diera la orden de pasar al comedor. Mi abuelo, con el sombrero de verano (en invierno solía llevar boina negra con vuelo y los días de fiesta un sombrero oscuro con la capa), siempre fumando sus cigarros liados con la maquinilla, repasaba el ABC del día anterior,
canturreando por lo bajinis y entre dientes alguna musiquilla de su época. En
los altos de los limoneros, los gorriones montaban su zarabanda ruidosa
acechados por la gata vieja desde una rama más baja.
Sentados a la mesa del comedor espacioso, con el reloj grande de péndulo marcando el
paso, las dos de la tarde, el abuelo, sin sombrero, empezó a repartir zoquetes del pan de hogaza. Mi
padre y mi tío Vicente llegaron más tarde, como siempre. Y en el momento propicio, o sea, cuando ya estábamos todos, mi hermano lo soltó:
-Anda,
cuéntanos lo que has visto en la “Rivera”.
No
tenía intención de hacerlo y si lo conté
tal cual fue por obligación, para no pasar por un fantasioso. Y,
claro, tampoco me creyeron. Mi hermano no paraba de sacarme la lengua y hacerme muecas como para
chincharme.
El abuelo salió en mi ayuda y confirmó que en esta zona había linces, sí, pero que
le parecía muy extraño que se acercaran a lugares donde hubiera gente porque
eran muy montaraces y se refugiaban en lo más áspero de la Sierra. Y así zanjó el asunto.
-¡Menudo lince estás tú hecho!, me dijo mi hermano, al tiempo
que me pasaba por detrás y me soltaba un torniscón blando en la coronilla.
Me
estuvo dando la lata años y días de aquel verano hasta que se cansó con
lo de “la trola del lince”, y repitiendo a todo el mundo que me había cagado de miedo al
quedarme solo y, si acaso, lo que había visto sería algún perro de los
que traspasan el puerto con los rebaños y las vacadas, y que me había inventado el cuento del lince para
darme importancia.