UN CUENTO CHINO
(pastiche oriental)
Todo
sucedió después de los tiempos oscuros y bárbaros en que los grandes señores
contendían en disputas que llevaban a la muerte a centenares y aún a miles de
hombres, y sus aldeas y sus casa resultaban destruidas por el fuego de la
guerra, y nada se podía hacer para evitarlo ya que el poder central estaba tan
lejos que no existía otra autoridad que la de los grandes barones. Esto los
obligó durante largos años a enormes dispendios militares que debilitaron su
soberanía y facilitó que El Hijo del Cielo consiguiera la sumisión de las
regiones levantiscas.
Y
entonces sobrevino una época de paz y feliz prosperidad bajo su benéfica e
indulgente mano.
Esta
historia la escribió Chui-Yang, el escriba, para que cualquiera que la escuche
aprenda de ella la fuerza que se halla en el espíritu de los enamorados y lo
que en esta fábula se quiere decir.
Y todo sucedió en
los tiempos oscuros y bárbaros en que los grandes señores…
El
escriba Chui-Yang era un hombre ya no joven que desempeñaba su oficio con toda la
dedicación y entrega de que era capaz a su señor Nagau-Shi, el que gobierna la región de
Su-Chen. El oficio y el cargo le venían por delegación de sus antepasados: desde
el bisabuelo de su bisabuelo, todos los varones de la familia fueron apreciados
como escribas al servicio de notables señores en lugares distintos del Gran
Imperio. Ya de niño Chui-Yan supo que sería escriba y durante años se ejercitó
en la técnica preciosa de la escritura de trazos en través sobre el papiro de la
mejor calidad. Y con el oficio y el cargo también heredó la fidelidad a su
señor y la discreción en todo cuanto a él le atañía. Acompañaba al señor en los
desplazamientos por la extensísima provincia, en las audiencias a los
embajadores de lejanos países y en todos los actos cortesanos de los que
hubiera que guardar memoria. De esta manera, Chui-Yang llegó a ser una persona importante,
llevó una existencia plácida, tuvo esposa que murió de parto y sus hijos en el
presente se habían alejado de su entorno, atraídos por otras formas de vida en
lejanas tierras. Pero el ánimo del hombre no está hecho para el sosiego y la
soledad, y su corazón fue embargado, cuando ya su cabello empezaba a encanecer,
por la pasión más inalcanzable que imaginar se pueda.
Es,
pues, el caso que en la soledad fría de su lecho cada noche evocaba la figura adorada
de su señora Wang-Mu, cuyo nombre no osaba pronunciar ni siquiera en el recóndito
resguardo de su alcoba, y con tan consoladora imagen se sumía en el sueño,
estremecido de dicha. Cuando en medio de la concentración cortesana sus miradas
se cruzaban, él le hacía llegar en lo que dura un relámpago, todo el amor que en
su insignificancia de humilde servidor le podía ofrecer. Sabía de las
tribulaciones de su señor y se sentía culpable e indigno por regodearse en
imágenes y pensamientos de los que atraen a un hombre sobre una mujer, aún
cuando el sentimiento fuera exclusivamente espiritual. Y durante una y otra noche soñó un mismo sueño:
se atrevía a escalar el imponente muro que ponía a resguardo las habitaciones
de las mujeres del señor, y cuando se veía al otro lado, en maravilloso
jardín en el que el viento y la luna parecían nuevos, notaba que llevaba en la
mano un hermoso capullo de tulipán azul cuyo tallo tenía que sembrar en algún
lugar que no lograba encontrar, y cuando despertaba en su duro lecho notaba el
más grande de los desconsuelos y pesadez en el alma, y sabía que en su interior
se acumulaba noche tras noche su energía masculina más decantada. Y así durante
toda la luna de agosto cada vez con energías acumuladas.
El
señor Nagau-Shi era el todopoderoso gobernador de la región de Su-Chen, el
extenso territorio de más de trescientas ciudades, cuatrocientas villas amuralladas y más de quinientas dispersas
aldeas de campesinos y pastores. Cuando recorría sus dominios, llevaba un
acompañamiento de cientos de jinetes y soldados de a pie, cortesanos,
secretarios y, junto a él, al escriba Chui-Yang que fijaba sobre el pergamino
con sus finos pinceles de pelo de castor los hechos notables que le ocurrían a
su señor. El señor apreciaba en extremo las cualidades de su primer escriba,
casi tanto como las de su más noble cortesano. No es, pues, de extrañar que en
ocasiones lo hiciera confidente de sus inquietudes o de sus más atinadas
decisiones o de sus íntimos anhelos. Tenía cuanto se puede
desear en el amor y en la fortuna, sesenta mujeres, entre esposas, concubinas y
esclavas expertas en los deleites más refinados, y debía dormir con ellas según
su apetencia, por riguroso turno teniendo en cuenta la frecuencia y el rango, tal
como el Secretario de Alcoba llevaba en su registro minucioso de encuentros,
embarazos, periodos menstruales, y trastornos femeninos provocados por la edad
o la enfermedad.
Desde
la luna llena de enero gozaba de la belleza de su más reciente esposa, la delicada
princesa Wang-Mu, con la que el señor obtenía sumo placer, y por ello la
frecuentaba con más asiduidad que a ninguna otra. Había transcurrido casi
un año y en ella no se manifestaba el menor signo de embarazo y el poderoso
Nagau-Shi, tras haber engendrado
numerosos varones y mujeres, deseaba vivamente una hija que fuera de fiel
parecido con la delicada esposa de piel transparente y minúscula boca en forma
de beso-corazón. Y esta desazón le desvelaba el sueño y los frutos más dulces perdían todo su atractivo y ni las músicas más acordes y las danzas más
ligeras conseguían aliviar su inquietud. Y ya sabemos que el hombre
poderoso no puede vivir sin sumirse en la desmesura de una preocupación por superflua
que resulte para los demás. Y esto lo sabía muy bien el corazón del escriba.
La
preferida esposa del gran señor era la señora Wuang-Mu, triste y hermosa como una
apacible tarde de otoño en el bosque de los arces de la montaña. Lo acompañaba
en todas las ocasiones que sus señor quería lucirla ante la corte, pero la princesa no era
feliz con sus atenciones y su infelicidad se traslucía en el arco de sus cejas
retocadas y en la línea quebrada de sus labios, y en su tez, aún más pálida sin
recurrir a los polvos de arroz. No deseaba engendrar una hija porque conocía la
penosa suerte de la mujer, y tras cada encuentro, desde lo más recóndito de su
ser le suplicaba a los espíritus de sus antepasados que su talle continuara tan
grácil como hasta entonces.
En
el gran salón de las audiencias, sus ojos erraban hasta posarse sobre la figura del escriba,
inclinada sobre sus cartapacios, cuatro peldaños por debajo de su sitial de
concha de tortuga tapizado en seda rameada, y su mirada se tornaba cálida y
acogedora, cada vez que fugazmente,
durante la eternidad de un parpadeo, se cruzaba con la de él. Y así muchas
veces durante nueve ocasiones que precedieron a la luna llena de agosto. Nadie
jamás pudo sospechar su íntimo secreto. El señor que gobernaba con sabiduría las
tierras de Shu-Chen sí apreció notables cambios en la dedicación concentrada y
las caricias sutiles que cada noche le dispensaba su amada, y su desvelo
desapareció del todo cuando los médicos confirmaron la preñez de la querida
esposa; ya pudo dormir a pierna suela y tornar a yacer con las
cincuenta y nueve mujeres de su serrallo, siguiendo el orden protocolario.
Este
es el relato que dejó trazado en los pergaminos ocultos Chui-Yang, el escriba
del gran señor Nagau-Shi. Se transmitió de viva voz de generación en generación hasta que
un poeta anónimo lo condensó en los versos que hoy nos resultan tan conocidos y
que se cantan en las noches del cálido verano:
Sin llegar a unir
sus cuerpos,
aquellos amantes
se
amaron con sus miradas,
sin que nadie
llegara a saberlo.
NOTA.
Versión indirecta del poeta postmoderno Baudilio H. Jamuz,
basada en la traducción del chino cantonés al francés por
el Prof. Louis-Hubert *Kesnert-Sot des Cornichons.
Université "Tartarin". Tarascon. Faculté des Affaires
Orientaux et des Autres Arts et Métiers du Meme Genre.
Revue de la Faculté des A.O. et des A.A. et M.de M.G. nº 2.
Maie, 1968.