Nada más verlo me
sentí deslumbrada por su sonrisa tierna y un punto de tristeza en sus ojos tan
grises y por su piel atezada con vientos de todos los veranos. A pesar de su
aspecto un poco desastrado, cuando rozó apenas mi brazo desnudo, sentí como si
me enamorara con aquel primer amor generoso, traspasada de ternura.
Hubiera deseado prolongar este mágico instante, alborotar sus cabellos y
respirar su aliento, recorrer con deleite toda su orografía, descubrir
extasiada un críptico tatuaje y dormir en sus brazos. El rojo sobre el
cobrizo atardecer en la ciudad recalentada. Una estridencia pánica me apartó
del hechizo. Con ágiles reflejos se volvió a la acera, llevando con prestancia
el cubo con el agua y demás utensilios. Estábamos en verde. Salí de mala
gana, no rauda sino seducible. Ni siquiera me percaté de que no le había hecho
entrega de esas monedas que suelo llevar dispuestas para tales ocasiones.
ROJO/
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