
Llevo dos semanas ocupado en seleccionar, ordenar, expurgar y desechar libros de todo tamaño, contenido, peso y densidad, encuadernados primorosamente o desbaratados, y discos y películas y bibelosts, y esa multitud oculta en el inframundo de mi casa cuya existencia había olvidado y que había proliferado como las cucarachas: me refiero a los temibles y autogenerados pongos ("¿dónde pongo esto?") de toda condición, materia y palmaria fealdad de imposible justificación. La tarea me supone, además de un esfuerzo físico considerable, una sucesión de vivencias y recuerdos que tenía más que olvidados. Se ha desatado en mi una especie de obsesión por la brevedad y la esencialidad, ya se refiera a los objetos o a los escritos recogidos en cuadernos, páginas sueltas, fichas, trozos de papel, hasta las prendas de ropa antañona emperchadas en los fondos de los armarios. Mucho me parece hinchado, exagerado y disperso. Separo entre los objetos, escritos y bultos, lo esencial y lo claro; lo demás lo rechazo. Este empeño por la esencialidad, este afán de aligerarlo todo viene a ser como un afilar más y más mi perfil existencial.
Es
por esto por lo que no puedo soportar a los charlatanes de profesión que dan a
entender que todo lo saben, todo lo comprenden y que todo nos lo aclaran a los legos con sus argumentos imbéciles e
interesados.
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