He vuelto a mi casa tras una forzada y
larga ausencia. Todo me resulta extrañamente lejano, desde lo trivial a lo más grave.
El paisaje urbano que se ve desde la ventana del cuarto de trabajo, o desde la
terraza, tantas veces fotografiado (mañanas, tardes, noches) hoy me resulta
insustancial (¡esas variables y envidiadas “nubes viajeras”!).
Los libros, desde los
estantes, con sus lomos diferentes, no me permiten identificarlos a la primera ni atraen
mi curiosidad con el apego que yo hubiera supuesto. Vengo a esta casa, que noto deshabitada, como un intruso, con el despego de un forastero. Y la relatividad
de lo trascendente hace que lo vivido en ella se haya ido esfumando durante el
prolongado vacío. Todo parece limitarse cuando se llega a la conclusión de
que lo único que verdaderamente importa es la calidez y la atención diaria que
hacen que la supervivencia resulte más llevadera y efectiva. Para conseguirlo me he de
servir, como cualquier hijo de vecino, de las personas que me rodean, amigos,
colegas de oficio y afición, conocidos de paso y, principalmente, de aquellos por
los que siento verdadero amor. De todos me considero deudor desde este
momento.