lunes, 17 de junio de 2019

La Feria del Libro de Madrid y otras ferias

Sábado con sol a media mañana. Por previsión vamos protegidos con cubrecabezas adecuados. Recorremos, con la imprescindible complicidad de mi Hada, el antiguo Paseo de Coches del Retiro, después rebautizado como "Parque del Retiro" por donde ya hace años que no pasa ningún coche, excepto los de la policía, los bomberos, el SAMUR, furgones de servicios de abastecimientos y de otros indefinidos.
La Feria que se celebra este año es la septuagésima octava, o sea, la 78ª, y ofrece al visitante más de trescientas casetas de editoriales, librerías, distribuidores y otras relacionadas de alguna una manera con los libros. Pronto descubrimos espacios para actividades tan diversas como admirar a algún "famoso" de la televisión, chiringuitos en medio del paso del Paseo donde tomar unas cervezas, unos bocadillos de calamares o unas humeantes salchichas a la parrilla y al mismo tiempo admirar las evoluciones circenses de un payaso multicolor y, si llegara el caso, hasta se podía adquirir un libro con un descuento sustancioso. Muchos son de los que deambulan de acá para allá con paso lento mirando alternativamente al cielo y al suelo.
Otros se agolpan en aquellas casetas donde personajes de varios sexos y ocupaciones, conocidos porque se asoman con frecuencia a las ventanas televisivas, están firmando y vendiendo productos que, a veces, poco o nada tiene que ver con esta feria como no sea porque están presentados en formato de libro: efectivamente, el libro lo aguanta todo. Se me ha descolgado la mandíbula inferior y estoy a punto de babear: he descubierto a una de estas/estos famosos /famosas... y el descuento de su creación es del 10%... como el que harían en la Cuesta de Moyano. No está mal pero menos da una piedra. Vaya por dios.
Paralelamente hay otras ferias: la de los figurones y figurines paseantes de sus palmitos buscando algo; la de los niños de diversas tallas abstraídos con títeres, cuentacuentos, payasos y los padres y madres distraídos y liberados por un rato; la de los descuideros que aprovechan cualquier descuido… como siempre en cualquier feria de lo que sea y también en ésta aunque sea de libros y se defina como tal. En toda feria de lo que sea (del caballo, de artesanía, de automóviles, del toro, del turismo...de las vanidades) no hay que olvidar la presencia de personalidades, hoy ausentes a dios gracias, del mundo de la política, de las finanzas, del deporte y especialmente de aquellas más altas representaciones del país, con su séquito, discreto y casi-casi invisible, pero no tanto.   

Mi Hada y yo hemos querido contribuir modestamente a la pervivencia de esta estupenda tradición para que siga sobreviviendo a sus 78 años, "y que cumpla muchos más". Al final tenemos algo que feriar: unas reproducciones facsimilares encuadernadas de episodios de aquellos originales del TBO y de Hazañas Bélicas, de Boixcar. 

Ah!... y este año no se ha cumplido la presunción de "Feria del libro, lluvia segura". 
     

viernes, 3 de mayo de 2019

Un apartamento llamado "Chiscón"

Apartamento. Vivienda independiente en un edificio de pisos, especialmente la que consta de pocas habitaciones. Hasta aquí lo que dice el Diccionario de la RAE en su edición de 2014.
 
Voy a confesar, de manera sucinta, en qué me ocupo y dónde paso el tiempo desde las diez de la mañana a las dos y media de la tarde, aproximadamente, con interrupciones impuestas, como a todo quisque, por cualquier necesidad fisiológica o por la presencia de algún ente amigo, conocido o familiar (soy tan insignificante que ni siquiera tengo enemigos, que yo sepa) , cuando no por el cartero para hacerme entrega de una multa de circulación o certificado sin interés, o tal vez el portero de la casa, ahora elevado a categoría de conserje de la finca, para avisar de que van a cortar el suministro de agua por una avería en el 3º-3, por ejemplo. En fin…
No incluyo en esta retahíla a la empleada del hogar, una verdadera profesional. Su nombre evoca desde lo evangélico, a lo floral, lo cinematográfico, lo medicinal, y hasta lo taurino… Ella se encarga del cuidado, orden y aseo de esta casa, de la elaboración del diario condumio de almuerzo, cena y desayuno, si bien su horario laboral termina a las tres de la tarde.

El cubículo, al que ampulosamente llamo estudio y no gabinete, ni bufete, ni despacho u otra denominación inexacta, está anclado a nueve pisos sobre el nivel de la calle. No es un gabinete porque en él no recibo visitas y si alguien quisiera visitarme tendría que recibirlo en lo que llamo pomposamente el Salón, más espacioso y de cuyas paredes cuelgan algunos óleos de distintos tamaños y pintores, fotografías enmarcadas de variadas temáticas y otros sencillos ornamentos, juguetes y cachivaches; en un rincón, un aparato de radio con reproductor de discos, y una versión imitada de un tocadiscos del pasado siglo para poder escuchar las decenas de vinilos que se alinean en las baldas inferiores, junto a otros cachivaches menudos. Un sofá, adosado a un lateral, que desplegado se transforma en cama amplia y confortable; del centro del techo cuelga una bombilla huérfana de lámpara; en el otro extremo, una luminaria de cristal de dos cuerpos pende a distintas alturas de una cadena de bronce dorado; grabados antiguos de ciudades europeas que nunca visitaré; en el frente de la derecha, un cartel enmarcado reproduce un paisaje urbano de Antonio López que anuncia la exposición del pintor en tal sitio. Y en el medio, dando luz, un ventanal espacioso con puerta de cristal que se abre a la terraza en donde sobreviven como pueden macetas y jardineras con plantas y flores: amarilis, coleos, la del dinero, aloe vera, begonia, tagetes, hortensia, margarita… En este salón, aumentativo de sala, pero sin exagerar, aún caben una mesa de mármol de un viejo café y dos sillas tan arcaicas como la mesa.
El estudio tampoco es un despacho porque no soy abogado, ni notario, ni ministro del gobierno con quienes despachar; nada tengo que despachar como si esto fuera una tienda de ultramarinos; ni matar a alguien como en las películas de gánsteres; ni despedir de malos modos a alguien, y no se me ocurre nada más por ahora. Ah!, y declaro que no tengo un despacho con cajones como de “bufete” o de “despacho”. Me sirvo de una mesa de tercera o cuarta mano, de madera de castaño, que tiempo atrás debió ser vapuleada por algún subalterno o subalterna, quién sabe en qué oficina siniestra, y por eso me gusta más que si la hubiera adquirido en la sección de muebles de unos grandes almacenes.    
El estudio tampoco es un bufete porque no sirve como mesa donde ofrecer platos de comida y, menos aún, lugar de consultoría u oficina: mi mesa es antigua, de castaño, con cajones y cajoneras, sirve como sustentante al “ordenador” o PC de sobremesa… En fin, en mi estudio nadie estudia nada…
En las fiestas sabatinas y dominicales, o de otro tono, que aparecen en azul, verde o morado en el calendario laboral de esta ciudad, me permito salir a la calle bien sea para orearme o para adquirir productos imprescindibles o caprichosos, culturizarme, acudir a una reunión con gente afín a mis asuntos y menos afín e incluso con especímenes humanos con los que no tengo ninguna afinidad…  
La casa donde resido y a donde me llegan de vez en cuando cartas por correo, es también donde duermo, desayuno, almuerzo, ceno y me higienizo. Como todo el mundo.
Me aireo y me soleo en una a terraza rectangular de diecisiete pasos (de los míos) de largo y cinco de ancho. Se alegra con macetas y plantas de flor y otras que no las dan, que sobreviven a las variaciones atmosféricas y las hay que caducan pasada su estación. En este espacio abierto me visitan bíblicas palomas y astutas urracas, nunca al mismo tiempo, que comen pequeños trozos de pan con que yo las obsequio sin esperar muestras de agradecimiento; con los gorriones no he tenido suerte: los alpistes no han sido suficientes como para que me frecuentaran y me inclino a creer que son desplazados por los otros visitantes más poderosos. Mantengo amistad con una vieja salamandra a la que veo de vez en cuando, al llegar la primavera, agarrada a una pared, y que se encarga de los insectos que aparecen por la terraza. Los edificios alineados a la izquierda son de igual arquitectura, terraza, baranda de hierro, flores, ropa tendida, cachivaches; de los de enfrente, más alejados y adinerados, nos separan jardincillos y piscinas veraniegas y en algunas ventanas o balcones lucen airosas banderas nacionales que ponen pintorescas notas de sabor patriótico.     

El resto de este espacio lo componen una cocina con la utilería necesaria para preparar los condumios de cada día, lugar que en tiempos pasados yo frecuentaba con mis experimentos coquinarios y que en la actualidad he dejado en manos de otras personas.
El cuarto de baño, luminoso y cómodo, carece de bañera y, a cambio, ofrece una práctica ducha polimorfa y amplia ventana a la terraza, es lugar de uso obligado ya sea para higiene y como para reparación y embellecimiento. A pesar de lo que algunos dicen, no considero el "escusado" como lugar estimulante para la meditación filosófica.  
El dormitorio, estancia interior con un armario empotrado de puertas deslizantes, donde se aguardan ropas ordenadas, un estante cagado de gorras y otros cubrecabezas, y también un reservado para los fármacos. La cama es amplia y capaz de acoger dos cuerpos humanos de talla normal y de adaptar en altura y comodidad el cabecero y la piecera por medio de un mecanismo de fácil manipulación con un cómodo mando eléctrico. Justo enfrente, sobre una cómoda con cajones donde se guarda ropa interior otras menudencias, se pavonea un televisor de pantalla panorámica como tótem de hipnotizador embeleso.

Desde el estudio me distraigo, a veces, mirando por la ventana desde la que se ve una parte del histórico cementerio de San Isidro, al lado de la fuente milagrosa del santo, con panteones impresionantes y otros de escaso interés o de dudoso gusto. Y allá, al fondo, edificios de Carabanchel y el más alto, el hospital Gómez Ulla. Y aún más allá, el infinito inabarcable decorado con las maravillosas nubes viajeras.

Mi estudio, al que he dedicado aquí unas cuantas referencias, tiene 2,96 metros de largo y 2,58 metros de ancho y una lámpara exótica de pergamino colgada del techo. Todas las paredes están cubiertas de estanterías atiborradas de libros, carpetas, portadas de revistas literarias, fotografías enmarcadas, pequeños juguetes de latón decorados, cámaras fotográficas en sus bolsas… una alegoría del caos en muy poco espacio.
Lo repito, por si no ha quedado claro: en mi estudio ni yo ni nadie estudia nada. Ni siquiera mi Hada.

  

jueves, 11 de abril de 2019

 ALFANHUÍ                                                                                                                                                         
El día 1 de abril falleció el novelista, ensayista y hombre de letras Rafael Sánchez Ferlosio a los 91 años de edad, según se hacían eco los periódicos, emisoras de radio y televisión y otras publicaciones de arte y cultura.
A los lectores y estudiosos de la de la narrativa de la postguerra civil española, la obra de Ferlosio siempre la hemos considerado unida a “El Jarama”, novela aparecida en el año 1955, significativa en la renovación que podía considerarse como el realismo social de la generación de los 50. La leí cuando yo era un estudiante de bachillerato y universitario y desde entonces me interesé por su obra de tan variados contenidos: novelas, ensayos de lingüística y otros asuntos. Su extensa y constante dedicación le ha valido ser considerado como uno de los más importantes escritores de su generación y premiado con “el Cervantes” en el año 2004 y el Nacional de las Letras Españolas del 2009.
Si tenemos en cuenta su opinión, sorprende que apreciara como su mejor novela el “Alfanjuí”. La leí en una modesta edición de bolsillo de Salvat-Alianza aparecida en el año 1970 y he vuelto a releerla en estos días y me ha confirmado el juicio del propio autor como su mejor creación novelística, por encima de la premiada “El Jarama”.
“Industrias y andanzas de Alfanhuí” relata las peripecias fantásticas e imaginativas del protagonista y de otros personajes que comienzan en Alcalá de Henares, primero como niño y avanzando hacia la adultez cuando emprende un largo viaje para encontrarse con su abuela que vive en Moraleja. Su andadura a veces se mueve en un mundo real, otras mágico o incluso literario en el que irá tratando con gentes variadas: el maestro que diseca animales, el gallo de la veleta de hierro, la marioneta don Zana, la tienda del herborista Diego Marcos, el gigante del bosque y otros igualmente fantásticos, y también de la vida real y cotidiana. En esta novela, o cuento expandido, con elementos de la picaresca, del mundo rural y provinciano, los objetos cobran vida, hablan, razonan y enseñan al joven hombre que el final arribará a “una tierra que estaba lejos de todas partes”. 
Nota que me afecta personalmente. En el capitulo V de la Tercera Parte, titulado “Del alegre pueblo de Moraleja y de cómo se conocieron la abuela y Alfanhuí”, Ferlosio presenta con minuciosidad el paisaje y el paisanaje, campestre y humano, que yo tan bien conocía por haber nacido y pasado veranos vacacionales desde mi infancia, en la casa de mis abuelos, allá en las décadas de los años 50 y algo de los 60 del siglo pasado. Amén.