Un apartamento llamado "Chiscón"
Apartamento.
Vivienda independiente en un edificio de pisos, especialmente la que consta de
pocas habitaciones. Hasta aquí lo que dice el Diccionario de la RAE en su
edición de 2014.
Voy a confesar, de
manera sucinta, en qué me ocupo y dónde paso el tiempo desde las diez de la
mañana a las dos y media de la tarde, aproximadamente, con interrupciones
impuestas, como a todo quisque, por cualquier necesidad fisiológica o por la
presencia de algún ente amigo, conocido o familiar (soy tan insignificante que
ni siquiera tengo enemigos, que yo sepa) , cuando no por el cartero para
hacerme entrega de una multa de circulación o certificado sin interés, o tal
vez el portero de la casa, ahora elevado a categoría de conserje de la finca,
para avisar de que van a cortar el suministro de agua por una avería en el 3º-3,
por ejemplo. En fin…
No incluyo en esta
retahíla a la empleada del hogar, una verdadera profesional. Su nombre evoca
desde lo evangélico, a lo floral, lo cinematográfico, lo medicinal, y hasta lo
taurino… Ella se encarga del cuidado, orden y aseo de esta casa, de la
elaboración del diario condumio de almuerzo, cena y desayuno, si bien su
horario laboral termina a las tres de la tarde.
El cubículo, al que ampulosamente
llamo estudio y no gabinete, ni bufete, ni despacho u
otra denominación inexacta, está anclado a nueve pisos sobre el nivel de la
calle. No es un gabinete porque en él no recibo visitas y si alguien quisiera
visitarme tendría que recibirlo en lo que llamo pomposamente el Salón, más espacioso y de cuyas paredes cuelgan algunos
óleos de distintos tamaños y pintores, fotografías enmarcadas de variadas
temáticas y otros sencillos ornamentos, juguetes y cachivaches; en un rincón, un
aparato de radio con reproductor de discos, y una versión imitada de un
tocadiscos del pasado siglo para poder escuchar las decenas de vinilos que se alinean en las baldas
inferiores, junto a otros cachivaches menudos. Un sofá, adosado a un lateral,
que desplegado se transforma en cama amplia y confortable; del centro del techo
cuelga una bombilla huérfana de lámpara; en el otro extremo, una luminaria de
cristal de dos cuerpos pende a distintas alturas de una cadena de bronce dorado;
grabados antiguos de ciudades europeas que nunca visitaré; en el frente de la
derecha, un cartel enmarcado reproduce un paisaje urbano de Antonio López que
anuncia la exposición del pintor en tal sitio. Y en el medio, dando luz, un
ventanal espacioso con puerta de cristal que se abre a la terraza en donde sobreviven como pueden macetas y jardineras con
plantas y flores: amarilis, coleos, la del dinero, aloe vera, begonia, tagetes,
hortensia, margarita… En este salón, aumentativo de sala, pero sin exagerar, aún caben una mesa de mármol de un viejo
café y dos sillas tan arcaicas como la mesa.
El estudio tampoco es un despacho
porque no soy abogado, ni notario, ni ministro del gobierno con quienes despachar;
nada tengo que despachar como si esto fuera una tienda de ultramarinos; ni
matar a alguien como en las películas de gánsteres; ni despedir de malos modos
a alguien, y no se me ocurre nada más por ahora. Ah!, y declaro que no tengo un
despacho con cajones como de “bufete” o de “despacho”. Me sirvo de una mesa de
tercera o cuarta mano, de madera de castaño, que tiempo atrás debió ser
vapuleada por algún subalterno o subalterna, quién sabe en qué oficina
siniestra, y por eso me gusta más que si la hubiera adquirido en la sección de
muebles de unos grandes almacenes.
El estudio tampoco es un bufete porque
no sirve como mesa donde ofrecer platos de comida y, menos aún, lugar de
consultoría u oficina: mi mesa es antigua, de castaño, con cajones y cajoneras,
sirve como sustentante al “ordenador” o PC de sobremesa… En fin, en mi estudio
nadie estudia nada…
En las fiestas sabatinas
y dominicales, o de otro tono, que aparecen en azul, verde o morado en el
calendario laboral de esta ciudad, me permito salir a la calle bien sea para
orearme o para adquirir productos imprescindibles o caprichosos, culturizarme,
acudir a una reunión con gente afín a mis asuntos y menos afín e incluso con
especímenes humanos con los que no tengo ninguna afinidad…
La casa donde resido y a
donde me llegan de vez en cuando cartas por correo, es también donde duermo, desayuno,
almuerzo, ceno y me higienizo. Como todo el mundo.
Me aireo y
me soleo en una a terraza rectangular de diecisiete pasos (de los míos) de
largo y cinco de ancho. Se alegra con macetas y plantas de flor y otras que
no las dan, que sobreviven a las variaciones atmosféricas y las hay que caducan
pasada su estación. En este espacio abierto me visitan bíblicas palomas y astutas
urracas, nunca al mismo tiempo, que comen pequeños trozos de pan con que yo las
obsequio sin esperar muestras de agradecimiento; con los gorriones no he tenido
suerte: los alpistes no han sido suficientes como para que me frecuentaran y me inclino a creer que son desplazados por los otros visitantes más
poderosos. Mantengo amistad con una vieja salamandra a la que veo de vez en
cuando, al llegar la primavera, agarrada a una pared, y que se encarga de los
insectos que aparecen por la terraza. Los edificios alineados a la
izquierda son de igual arquitectura, terraza, baranda de hierro, flores, ropa
tendida, cachivaches; de los de enfrente, más alejados y adinerados, nos
separan jardincillos y piscinas veraniegas y en algunas ventanas o balcones lucen
airosas banderas nacionales que ponen pintorescas notas de sabor patriótico.
El resto de este espacio lo
componen una cocina con la utilería necesaria para preparar los condumios de
cada día, lugar que en tiempos pasados yo frecuentaba con mis experimentos
coquinarios y que en la actualidad he dejado en manos de otras personas.
El cuarto de baño,
luminoso y cómodo, carece de bañera y, a cambio, ofrece una práctica ducha
polimorfa y amplia ventana a la terraza, es lugar de uso obligado ya sea para
higiene y como para reparación y embellecimiento. A pesar de lo que algunos
dicen, no considero el "escusado" como lugar estimulante para la meditación filosófica.
El dormitorio, estancia
interior con un armario empotrado de puertas deslizantes, donde se aguardan
ropas ordenadas, un estante cagado de gorras y otros cubrecabezas, y también un
reservado para los fármacos. La cama es amplia y capaz de acoger dos cuerpos
humanos de talla normal y de adaptar en altura y comodidad el cabecero y la piecera
por medio de un mecanismo de fácil manipulación con un cómodo mando eléctrico. Justo
enfrente, sobre una cómoda con cajones donde se guarda ropa interior
otras menudencias, se pavonea un televisor de pantalla panorámica como tótem de
hipnotizador embeleso.
Desde el estudio me distraigo,
a veces, mirando por la ventana desde la que se ve una parte del histórico cementerio de
San Isidro, al lado de la fuente milagrosa del santo, con panteones
impresionantes y otros de escaso interés o de dudoso gusto. Y allá, al fondo, edificios
de Carabanchel y el más alto, el hospital Gómez Ulla. Y aún más allá, el infinito
inabarcable decorado con las maravillosas nubes viajeras.
Mi
estudio, al que he dedicado aquí unas cuantas referencias, tiene 2,96 metros de largo y 2,58 metros de ancho y una
lámpara exótica de pergamino colgada del techo. Todas las paredes están
cubiertas de estanterías atiborradas de libros, carpetas, portadas de revistas
literarias, fotografías enmarcadas, pequeños juguetes de latón decorados,
cámaras fotográficas en sus bolsas… una alegoría del caos en muy poco espacio.
Lo repito, por si no ha
quedado claro: en mi estudio ni yo
ni nadie estudia nada. Ni siquiera mi Hada.