viernes, 3 de mayo de 2019

Un apartamento llamado "Chiscón"

Apartamento. Vivienda independiente en un edificio de pisos, especialmente la que consta de pocas habitaciones. Hasta aquí lo que dice el Diccionario de la RAE en su edición de 2014.
 
Voy a confesar, de manera sucinta, en qué me ocupo y dónde paso el tiempo desde las diez de la mañana a las dos y media de la tarde, aproximadamente, con interrupciones impuestas, como a todo quisque, por cualquier necesidad fisiológica o por la presencia de algún ente amigo, conocido o familiar (soy tan insignificante que ni siquiera tengo enemigos, que yo sepa) , cuando no por el cartero para hacerme entrega de una multa de circulación o certificado sin interés, o tal vez el portero de la casa, ahora elevado a categoría de conserje de la finca, para avisar de que van a cortar el suministro de agua por una avería en el 3º-3, por ejemplo. En fin…
No incluyo en esta retahíla a la empleada del hogar, una verdadera profesional. Su nombre evoca desde lo evangélico, a lo floral, lo cinematográfico, lo medicinal, y hasta lo taurino… Ella se encarga del cuidado, orden y aseo de esta casa, de la elaboración del diario condumio de almuerzo, cena y desayuno, si bien su horario laboral termina a las tres de la tarde.

El cubículo, al que ampulosamente llamo estudio y no gabinete, ni bufete, ni despacho u otra denominación inexacta, está anclado a nueve pisos sobre el nivel de la calle. No es un gabinete porque en él no recibo visitas y si alguien quisiera visitarme tendría que recibirlo en lo que llamo pomposamente el Salón, más espacioso y de cuyas paredes cuelgan algunos óleos de distintos tamaños y pintores, fotografías enmarcadas de variadas temáticas y otros sencillos ornamentos, juguetes y cachivaches; en un rincón, un aparato de radio con reproductor de discos, y una versión imitada de un tocadiscos del pasado siglo para poder escuchar las decenas de vinilos que se alinean en las baldas inferiores, junto a otros cachivaches menudos. Un sofá, adosado a un lateral, que desplegado se transforma en cama amplia y confortable; del centro del techo cuelga una bombilla huérfana de lámpara; en el otro extremo, una luminaria de cristal de dos cuerpos pende a distintas alturas de una cadena de bronce dorado; grabados antiguos de ciudades europeas que nunca visitaré; en el frente de la derecha, un cartel enmarcado reproduce un paisaje urbano de Antonio López que anuncia la exposición del pintor en tal sitio. Y en el medio, dando luz, un ventanal espacioso con puerta de cristal que se abre a la terraza en donde sobreviven como pueden macetas y jardineras con plantas y flores: amarilis, coleos, la del dinero, aloe vera, begonia, tagetes, hortensia, margarita… En este salón, aumentativo de sala, pero sin exagerar, aún caben una mesa de mármol de un viejo café y dos sillas tan arcaicas como la mesa.
El estudio tampoco es un despacho porque no soy abogado, ni notario, ni ministro del gobierno con quienes despachar; nada tengo que despachar como si esto fuera una tienda de ultramarinos; ni matar a alguien como en las películas de gánsteres; ni despedir de malos modos a alguien, y no se me ocurre nada más por ahora. Ah!, y declaro que no tengo un despacho con cajones como de “bufete” o de “despacho”. Me sirvo de una mesa de tercera o cuarta mano, de madera de castaño, que tiempo atrás debió ser vapuleada por algún subalterno o subalterna, quién sabe en qué oficina siniestra, y por eso me gusta más que si la hubiera adquirido en la sección de muebles de unos grandes almacenes.    
El estudio tampoco es un bufete porque no sirve como mesa donde ofrecer platos de comida y, menos aún, lugar de consultoría u oficina: mi mesa es antigua, de castaño, con cajones y cajoneras, sirve como sustentante al “ordenador” o PC de sobremesa… En fin, en mi estudio nadie estudia nada…
En las fiestas sabatinas y dominicales, o de otro tono, que aparecen en azul, verde o morado en el calendario laboral de esta ciudad, me permito salir a la calle bien sea para orearme o para adquirir productos imprescindibles o caprichosos, culturizarme, acudir a una reunión con gente afín a mis asuntos y menos afín e incluso con especímenes humanos con los que no tengo ninguna afinidad…  
La casa donde resido y a donde me llegan de vez en cuando cartas por correo, es también donde duermo, desayuno, almuerzo, ceno y me higienizo. Como todo el mundo.
Me aireo y me soleo en una a terraza rectangular de diecisiete pasos (de los míos) de largo y cinco de ancho. Se alegra con macetas y plantas de flor y otras que no las dan, que sobreviven a las variaciones atmosféricas y las hay que caducan pasada su estación. En este espacio abierto me visitan bíblicas palomas y astutas urracas, nunca al mismo tiempo, que comen pequeños trozos de pan con que yo las obsequio sin esperar muestras de agradecimiento; con los gorriones no he tenido suerte: los alpistes no han sido suficientes como para que me frecuentaran y me inclino a creer que son desplazados por los otros visitantes más poderosos. Mantengo amistad con una vieja salamandra a la que veo de vez en cuando, al llegar la primavera, agarrada a una pared, y que se encarga de los insectos que aparecen por la terraza. Los edificios alineados a la izquierda son de igual arquitectura, terraza, baranda de hierro, flores, ropa tendida, cachivaches; de los de enfrente, más alejados y adinerados, nos separan jardincillos y piscinas veraniegas y en algunas ventanas o balcones lucen airosas banderas nacionales que ponen pintorescas notas de sabor patriótico.     

El resto de este espacio lo componen una cocina con la utilería necesaria para preparar los condumios de cada día, lugar que en tiempos pasados yo frecuentaba con mis experimentos coquinarios y que en la actualidad he dejado en manos de otras personas.
El cuarto de baño, luminoso y cómodo, carece de bañera y, a cambio, ofrece una práctica ducha polimorfa y amplia ventana a la terraza, es lugar de uso obligado ya sea para higiene y como para reparación y embellecimiento. A pesar de lo que algunos dicen, no considero el "escusado" como lugar estimulante para la meditación filosófica.  
El dormitorio, estancia interior con un armario empotrado de puertas deslizantes, donde se aguardan ropas ordenadas, un estante cagado de gorras y otros cubrecabezas, y también un reservado para los fármacos. La cama es amplia y capaz de acoger dos cuerpos humanos de talla normal y de adaptar en altura y comodidad el cabecero y la piecera por medio de un mecanismo de fácil manipulación con un cómodo mando eléctrico. Justo enfrente, sobre una cómoda con cajones donde se guarda ropa interior otras menudencias, se pavonea un televisor de pantalla panorámica como tótem de hipnotizador embeleso.

Desde el estudio me distraigo, a veces, mirando por la ventana desde la que se ve una parte del histórico cementerio de San Isidro, al lado de la fuente milagrosa del santo, con panteones impresionantes y otros de escaso interés o de dudoso gusto. Y allá, al fondo, edificios de Carabanchel y el más alto, el hospital Gómez Ulla. Y aún más allá, el infinito inabarcable decorado con las maravillosas nubes viajeras.

Mi estudio, al que he dedicado aquí unas cuantas referencias, tiene 2,96 metros de largo y 2,58 metros de ancho y una lámpara exótica de pergamino colgada del techo. Todas las paredes están cubiertas de estanterías atiborradas de libros, carpetas, portadas de revistas literarias, fotografías enmarcadas, pequeños juguetes de latón decorados, cámaras fotográficas en sus bolsas… una alegoría del caos en muy poco espacio.
Lo repito, por si no ha quedado claro: en mi estudio ni yo ni nadie estudia nada. Ni siquiera mi Hada.

  

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