Esta
tarde, víspera de Navidad, ha tenido ocasión de comprobar primero el bullicio
en el metro; después, desde el autobús, el ajetreo de la gente, más que
satisfecha en este barrio céntrico y acomodado. Como cada año. Ha entrado por
la puerta lateral de servicios y se ha dirigido al cuarto de cambiarse que
comparte con las otras tres compañeras, se ha despojado de su vestimenta y se ha
puesto el planchado uniforme, blanco sobre negro, se ha recogido el pelo castaño
en un moño, sujeto con pasador y se ha calzado los zapatos negros de tacón bajo.
Ha salido a la atmósfera confortable del salón principal, cargado de los
efluvios de las infusiones, confiterías, fritos, horneados y licores y ha saludado, como siempre, al
encargado con una frase de amistoso respeto y con una sonrisa a las compañeras de faena. Recoge
la bandeja de alpaca pulida y comienza la tarea. El reloj de pared, antiguo y suntuoso,
marca las once de una mañana transparente, fría y madrileña. Salen y entrar
clientes y el ajetreo se acelera. El salón está engalanado con discretos y bien
seleccionados toques de ambiente navideño, la iluminación es algo más intensa,
una suave y casi imperceptible música evoca los villancicos más conocidos
con el tintín de cascabeles y
campanillas, algunas poinsetias distribuidas en repisas y hornacinas ponen notas de color
con sus blancos, verdes o llameante púrpura.
El salón principal está lleno. A ver, para la 9, cinco servicios, tres cafés con leche, uno descafeinado, un té, una torta, una caracola, dos cruasanes plancha con mermelada de cereza y una de roscón, dame la cuenta, aquí está la vuelta, y esto de la propina…, vamos, vamos, para la 5 un café largo de café con leche y un chocolate con churritos y jarrita de agua fría…
Y así horas y horas, le duelen los pies, le pesan los zapatos y aún le queda jornada.
Pasada
la media tarde, está anocheciendo, lo ha visto entrar dubitante buscando una
mesa, se sienta a un velador bajo el añoso reloj de péndulo, hoy no trae libros ni
cuadernos ni periódico pero sí ha tirado la trenka, como siempre, sobre la
silla próxima. Se acerca, risueña, me alegro de verlo, él le responde, como sin
que venga a cuento, que ya pasó por aquí esta mañana, para desayunar, ¿y
qué le apetece a esta hora?, pues lo de siempre, para no variar. Mirándola a
los ojos con una sonrisa. Enseguida se lo traigo, y siente que le sube una tierna calidez que le enciende el rostro. El salón principal está lleno. A ver, para la 9, cinco servicios, tres cafés con leche, uno descafeinado, un té, una torta, una caracola, dos cruasanes plancha con mermelada de cereza y una de roscón, dame la cuenta, aquí está la vuelta, y esto de la propina…, vamos, vamos, para la 5 un café largo de café con leche y un chocolate con churritos y jarrita de agua fría…
Y así horas y horas, le duelen los pies, le pesan los zapatos y aún le queda jornada.
Por
fin, se acabó por hoy. Y vuelta a transfigurarse con el tres cuartos guateado,
el pelo suelto, los guantes y la boina morados y estos botines tan cómodos. Y
camina hasta la parada del autobús, y nota que la han tocado en el hombro suave
pero con decisión y se vuelve. ¡Ah! Es usted, no sabía que cogiera este
autobús, nunca habíamos coincidido. Y él se explica, que siempre va en metro porque
vive en dirección contraria, y añade me llamo Eduardo. Y yo Maty, bueno,
Matilde. Encantado,
Maty. Mucho gusto, Eduardo.