El hombre que fue niño hace tantos años mira hoy, apoyado sobre el parapeto de piedra, el discurrir denso del río que cabrillea con efecto casi hipnótico.
Aquel verano me pasé muchas mañanas tanteando con el sedal de nailon la poza bajo el paredón de la muralla, lindante con el edificio conventual que llamaban, no sé si con sorna, el palacio de la mora, que en otros tiempos había sido casa-cuartel de la Guaardia Civil y que ahora servía como refugio para los pobres de solemnidad y para que los muchachos campáramos por rincones telarañosos, corrales llenos de maleza y tinaos a punto de derrumbe. En ocasiones, me juntaba con otros de mi edad para echar la caña en la corriente impetuosa del canal de la aceña, hoy fuera de uso y abandonado. Y Florián podía aparecer en cualquier momento.
Que una persona
mayor descendiese a entablar conversación con gente de nuestra edad, no era
habitual: los adultos estaban demasiado ajetreados y ya nos cuidábamos de no
atraer su atención, por si acaso. Florián sabía que yo era el nieto de mi
abuelo y conmigo hablaba, quizá porque viniendo de la capital, tal vez me
consideraba por encima de mis compinches de correrías. Antes de que nos
amistásemos, yo había oído cosas sobre él, una mínima leyenda que le
proporcionaba una reputación dividida: para la mayoría era un vivalavirgen que
explotaba su buena facha y el crédito de honradez de su familia; otros lo veían
como una víctima de la mala suerte y la falta de padrinos, e incluso había
quienes, y no eran los menos, lo consideraban como un caso de fabulación e
impostura risibles.
Sentado sobre el
muro, con los pies colgando sobre la corriente y la caña entre las manos, lo
veía llegar con andar airoso, las ropas limpias aunque desgastadas, el pelo
atirantado por el fijador se le encaracolaba en el cogote, la piel tostada,
recién afeitado, los ojos claros y la gorra con visera, de torero en el campo,
una imagen sobria y aseada. A mí me parecía un hombre mayor porque debía sobrepasar
los treinta, o así.
— ¿Qué, pican?
¿Qué cebo estás usando, chico?
Con un gesto le
señalaba el bote de hojalata en el que, entre tierra húmeda, se movían las
lombrices gruesas de color rojizo.
—A ver, recoge
la línea, Mendozín.
Sacaba la petaca y se ponía a liar un cigarro.
Siempre se dirigía a mí con el diminutivo de mi apellido y no me importaba.
—Esa ya no
sirve. Está ahogada. Tienes que cambiarla por una viva, que se mueva.
Desensartaba la
piltrafa, me aplicaba a la tarea de enhebrar una reciente, resbaladiza por la
baba, con tan poca habilidad que Florián, con el cigarro encendido entre los
labios, asumía la faena y con dedos ágiles cubría enseguida todo el anzuelo con
la masa viscosa que se enroscaba y desenroscaba en una danza minúscula. Se
limpiaba cuidadosamente las manos con el pañuelo y echaba el humo por la nariz.
Yo lo miraba encandilado.
—Fíjate,
muchacho. Que no se le vea la punta al anzuelo, ¿eh? Y ahora lánzalo lo más lejos que
puedas y dale hilo...
Y yo lo hacía
todo tal como él me indicaba. Me señalaba con el dedo los burbujeos en la
corriente para que yo dedujera dónde podía hallarse una posible víctima, o
seleccionaba la mosca que había de colocar en la torrentera para enganchar, con
maña y un poco de suerte, una boga plateada. Con él creo que aprendí cosas,
algunas relacionadas con mi afición a pescar, hacer nudos y lazos y todo eso, y
también muchas buenas palabras llenas de sentido.
—Oye, Florián,
¿es verdad que una vez estuviste toreando en Méjico?
Cuando llegaba a
la casa con una decena de pequeños peces plateados, enfilados en una juncia,
repetía con suficiencia las lecciones del maestro.
— ¿Y en esto
pierde el tiempo ese vago? Un señorito pobre que le debía dar vergüenza vivir a
costa de su hermana y su cuñado. Más le valiera trabajar y no estar a la sopa
boba. Y si no empinara tanto el codo mejor le iría.
Este era el
contundente parecer que mi abuela tenía del Florián. Me irritaba que pensara
que era un haragán porque no era cierto. A veces, toreaba en el campo y también
por los pueblos. Él me lo había contado y yo quería creerlo. En lo de que le
gustara el vino yo no entraba: eso no era ni bueno ni malo porque en el pueblo
todos bebían, menos mi abuelo, que sólo tomaba café en el casino y el té cuando
íbamos a visitar a don Saturnino, el administrador del marqués y que, además, era el padre
de la señorita Julia.
Yo veía a
Florián pasar y repasar, con aire decidido, por la calle Ancha de la Iglesia y
llevarse la mano a la visera de la gorra, con un gesto de disimulada cortesía,
al cruzar frente a la Casa Grande. El mirador encristalado parecía vacío, pero
una casi imperceptible ondulación tras los visillos decía que ella lo había
visto. Y yo deseaba que a Florián no todo le fuera tan mal.
En la barbería
de Fidel, con las puertas abiertas de par en par a la Plaza por el calor, entran y salen, sólo
hombres, para desmenuzar las insignificantes noticias locales que dan juego
durante días. La peluquería es el mentidero del pueblo. Desde una balda
pegada a la pared, ameniza la espera la radio con música y anuncios del coñac
Fundador, “que está como nunca”. Mientras Fidel se ocupa en afeitar a don
Ramón, el de la Fábrica, el aprendiz amontona con un cepillo de palo largo los
despojos de un corte de pelo que se lleva en un cogedor de madera. Otros y yo guardamos
turno sentados en un banco corrido. También están aquellos que se no van a
arreglar y han entrado para echar un cigarro y una parrafada.
— Un chuleta y
un calavera. Menuda joya. Dicen que fue a ver a don Saturnino, para pedirle
trabajo en la dehesa del marqués y que el administrador lo echó a patadas de su
casa.
— Menuda leche
tiene el tío, que se cree alguien porque lo protege quien lo protege, pero no
deja de ser un empleado, vamos, como un criado pero en más categoría.
— Florián se
quedaría acojonao, si lo sabré yo. La otra noche en la taberna del Rana, cómo nos reímos ¿verdad, usté?. ¡Qué gracia tiene este don Ramón!
¡Y qué tajada llevaba el maestro!...
Si hasta hizo usté que toreara a una
silla. Vamos, para mearse, ¿verdad, usté?
El peluquero
nunca me cayó bien, sobre todo cuando trataba de hacerse el simpático dándole
coba según y a quién y, además, porque todo él estaba impregnado del olor a lociones
y perfumes de la peluquería.
—Un perdulario y
un cantamañanas. Y como torero, ya lo habéis visto en las últimas fiestas,
cuatro pases y a la hora de la verdad con más canguelo que un maleta. Estaba
cagao. Mucha fachenda pero nada más. Y dice que va a torear en plazas de
verdad..., ¡no joda! Lo que yo os diga, un cantamañanas.
—En eso tiene usted razón, porque ya
nadie le hace ni puñetero caso..., si no es para chotearse de él.
— ¿Y lo de la
señorita Julia? ¿Qué me dicen? Eso sí que ha sido una campaná. Se ha largado, así, de pronto, con su tía, la que vive en
Salamanca. Parece que el padre y la hija la tuvieron buena, pero la tía se puso
de parte de la sobrina y el padre no tuvo más remedio que tragar. A don
Saturnino le ha debido sentar a cuerno
quemao, ¡joder!, con la soberbia que
se gasta el tío...
—A ver... Y todo
con el galfarro del Florián por medio. Pero una chica ya mayor y con su propio
capital..., bueno, lo que heredó de su madre, que en paz esté, puede hacer lo
que ha hecho.
— Cuando llegó
aquí ya era una mocita con aire de duquesa, un pimpollo que a más de uno les
hacía poner ojos de besugo. Y si no, que se lo pregunten al mayor del
boticario, el que estudiaba en Madrid.
— De eso ya hace
tiempo. Ahora es una real moza, una mujer cuajada. Y con la misma seriedad de
siempre, pero en más amable.
— Julia ya no
cumple los treinta, seguro. El don Saturnino y su mujer vivieron en Los Berruecos bastante tiempo y se
vinieron al pueblo, yo creo que por la hija, que de jovencita había estado
interna en un colegio de monjas en Salamanca.
—No es persona
para vivir en este lugar de chichainabo, y pasarse en el campo temporadas
largas, y mucho menos desde que murió la madre. Tiene la finura de otra
educación. Y lo bien que toca el piano. Eso sí: a todos se les nota que son
castellanos, así de secos y estiraos.
Fidel, al tiempo que con obsequiosidad cepilla
los hombros y las solapas del traje de verano de don Ramón, deja caer una
pregunta.
- ¿Creen
ustedes que la chica todavía es virgo o se la habrá beneficiao algún afortunao?
Se hace un
silencio momentáneo. El hombre más rico de los presentes se siente obligado a
mostrarse sensible.
¾
Fidel, Fidel, que hay ropa tendida, so melón.
Le recrimina sin
acritud desde su condición de dueño de la Fábrica, mientras los demás asienten.
Yo finjo, embebido en las páginas de un Ruedo
atrasado, no haber oído nada aunque no haya comprendido muy bien lo que ha
querido preguntar el barbero.
Tras el suplicio
de la tijera, la maquinilla, otra vez las tijeras y, por último, rematar el
cogote y las patillas con la navaja, me miro en el espejo y me encuentro con
las orejas más despegadas del cráneo que nunca y estoy seguro de que hasta me
han crecido, como soplillos. Voy hecho un verdadero cromo. El picor me incordia
por todo el cuerpo pero al menos estoy en la calle y me siento a salvo de la
brisa mareante de perfumería. Bañándome en el río con los habituales me libero
de los últimos residuos de la rapadura. Todavía habré de soportar que alguno me
repita la cantinela de siempre: ¿quién te
ha pelao, que las orejas te ha dejao?
Me extrañaba no
encontrar a Florián por las orillas de la ribera donde solemos coincidir, por
la Plaza o paseando arriba y abajo la calle. Hoy hasta me he llegado al
herradero. El señor Ángel, maestro herrador y ayudante del veterinario, se ocupa
en herrar una vaca retinta suspendida y atada en el potro. Su hijo, un muchacho
mayor con bigotillo a lo artista de cine, le acerca herramientas, aviva el
fuego con el fuelle de manivela donde enrojecen las láminas de hierro que van a
ser moldeadas en la bigornia. Me quedo un rato observando y haciendo preguntas.
Ya me conocen y aguantan mi curiosidad con paciente amabilidad. Indago sobre el
Florián pero nada. No lo han visto en estos últimos días.
Cuando entro en
la cocina con mi exigua captura, me doy cuenta enseguida de que mi tía y la
Andrea hablan de él. Por el aire se extiende el familiar olor de los vapores
del cocido.
¾ Y
fíjese usté, la Rufi dice que tóo viene
de la pelonia que tuvo con don Saturnino. Ya sabemos lo colao que está ese piernas por la señorita, pero que ella
sacara la cara por él delante de su padre, eso quién se lo iba a imaginar
— Ya. Parece que
la relación empezó cuando se encontraron el pasado año en las tientas que
organizó el marqués para la gente gorda que vino, con toreros de postín y
comilonas y cacerías que duraron una semana.
― La señorita
Julia y doña Mercedes se fueron en el taxis
a la estación, a coger el tren. Y llevaban un equipaje que pa’ qué. La Rufi me
dijo que su ama se había llevao tóos los vestidos, y las otras cosas las había
embalao pa’ que se las manden a Salamanca.
La Andrea se
seca las manos en el delantal, levanta la tapadera de la olla más grande y
añade agua caliente con un cazo.
— Pero la custión viene de más antiguo, no crea.
El Florián lleva paseando esta calle más de dos años, y siempre mirando pa’ los
balcones del don Saturnino, que eso lo hemos visto tóos. Y en los toros de San
Buenaventura de este año, cuando salió a la plaza, no quitaba ojo del
balconcillo onde estaba la señorita.
Mi tía trata de mantener
una postura de escaso interés pero se queda a medias.
¾
Sí, sí. Pero no sé por qué ha de meterse la gente en eso. Algunos envidiosos se
alegrarán de que la familia de Julita Vallejo esté hoy en boca de todo el
pueblo.
La Andrea, en
tono cómplice, prosigue con su aportación más personal.
¾
Pues le cuento. Desque lo echara al
Florián de su casa de tan malas maneras, la señorita y el señor discutieron y
ella, sin soltar una lágrima, le dijo a su tía que se iba con ella, y el padre
la amenazó que si se marchaba que apechugara y que no se le pasara por las mientes volver. Doña Mercedes la
defendió, y de paso le dijo a su hermano cuatro verdades, que si era un penco
sin sentimientos y que así no se trataba a una hija y cosas por el estilo.
— Es que don
Saturnino es mucho don Saturnino. No sé cómo le aguantaría eso ni siquiera a
Mercedes. Al Dieguito lo mandó al campo y allí sigue, como si estuviera
desterrado, y sólo porque le dijo que no quería seguir de interno, que prefería
estar en Salamanca a pensión en una casa. Y del hijo mayor quién sabe por donde
andará... Si la madre les viviera sería
otra cosa.
—Pues porque se
metió por medio doña Mercedes, qué si no... – Andrea sigue a lo suyo– Todo
esto, y más que no me ha querío contar, lo oyó la Rufi con la oreja tras de la
puerta. Hay que ver qué historias pasan en esa casa, ¿eh?
Mi tía debe
considerar que hay que recuperar la distancia y recordarle de alguna manera a
la Andrea que, a pesar de todo, es una criada.
—Vaya par de dos
que estáis hechas la Rufina y tú, tú y la Rufina. Habrá que oír lo que le vas
contando a ella de la nuestra. En todas las casas cuecen habas y en la de los
Vallejo a calderadas, y la gente está más pendiente de lo que hacen y de lo que
dejan de hacer porque siguen siendo unos extraños que casi no se relacionan
con los del pueblo. Y esto no le gusta a nadie, por muy administrador del
marqués que sea, y da pie a que se inventen coplas y se hable más de la
cuenta.
Mientras la
Andrea protesta con exageración ante la más que probable insinuación de mi tía,
yo disimulo destripando con cuidado las boguillas con las tijeras de la cocina.
—Y esa es otra, –insiste
la Andrea porque sabe que mi tía disfruta con estas habladurías– porque del
Florián nadie sabe nada desde entonces. Le dijo a su hermana que salía a tomar
un vaso donde el Rana y no se le ha
vuelto a ver más. Eso dicen. Desde luego no creo que se haya puesto a trabajar.
No le dará el naipe por ahí, no.
De repente la
Andrea ha reparado en las resultas de mi obligada visita a la barbería y no
puede sustraerse a recordarme mi aspecto.
― ¡Ay, madre!,
que cómo me han dejao a mi Luisín de guapo. Si parece más mayor. Seguro que hasta
lo han afeitao y le han puesto colonia. ¿A que sí, mi prenda?
Finjo estar tan
embebido en la faena y le contesto con alguna burla a propósito de su novio,
que está de sorche en Gerona pasando más frío que un negro en el polo norte, y
lo más seguro es que se haya echado allí otra novia, más guapa que tú, porque
sé que se enfada si se lo digo.
Continúan su
cháchara, ahora sobre los guisoteos para el almuerzo y yo me salgo al grifo del
corral para lavarme las manos y ver de quitarme el olor a peces porque todos
los gatos se vendrán tras de mí.
Habían pasado
algunos días desde el extravío del torero infortunado y durante el almuerzo,
los mayores hablaban de asuntos a los que yo no solía prestar atención. En un
momento surgió lo que seguía siendo la comidilla del pueblo y como en el
Ayuntamiento también se chismorreaba, mi abuelo traía noticias de última hora.
—Ayer volvió de
Salamanca Ramón, el de la Fábrica, y se encontró a Florián de camarero en Las
Murallas y cuando le contó lo del arrechucho que le dio a Saturnino después de
toda la gresca que tuvo con él, dice que dijo “¿y no se ha muerto?, que se joda
ese cabrón”. Y es que ese muchacho no cambia. Y sigue con sus novelerías. ¿Pues
no le aseguró que le había salido contrato para torear en Ciudad Rodrigo y en
un festejo en la Almeida de Portugal? Y es que no tiene arreglo…
Nunca supe si se
cumplieron o no las novelerías de Florián, pero me alegré al oír aquello. Me alegré
por Florián, matador de reses bravas, novillos y toros, y camarero
circunstancial por amor.
— ¿La señorita
Julia va a volver pronto?
—Tú, niño, come
y calla, y no te metas en conversaciones que ni te van ni te vienen. Y si has
acabado, ya te puedes levantar de la mesa. Y lávate las manos. Y los dientes.
Siempre obedecía
a mi abuela sin demorarme porque era la mejor manera de tenerla contenta y de
conseguir mis propósitos.
Las vacaciones
estaban a punto de acabar y pronto tendría que volver a la ciudad, con mis
padres y mis hermanos, a lo de siempre. Al darme cuenta de que no vería más a
la señorita Julia, sentí como una pesadumbre, una congoja. De Florián sí que
tuve noticias, pero eso ya es de otra historia.
El hombre,
sentado en el muro con los pies colgando, observa cómo el río se renueva
constantemente con el agua que baja de la sierra, celada por nubes grisáceas.
El cauce parece más ancho, más oscuro y remansado, pero amenazador, como si
fuera otro río. La tarde tormentosa empieza a desflecarse en una lluvia fina,
suave e intermitente al principio, después en aguacero y tronada. Es el otoño
que llega.