En
el poblachón manchego, cuyo nombre había sufrido todas las evoluciones
fonéticas posibles desde el árabe original al castellano más castizo, achulado y
zarzuelero, vivía no hace muchos años el que había leído tantos y tantos libros,
desde la Odisea
a los relatos de Faulkner, desde el libro de Buen Amor a Tiempo de
silencio, desde la Comedia
a Volverás a Región, Rayuela
y el Pentateuco bíblico,
amén de la épica medieval francesa y la lírica renacentista europea, y a toda
la caterva de filósofos didactos, científicos filólogos y farsantes de sombrero
y pelucón o capelo y tiara del llamado siglo de las luces, aunque nunca
pudiera dar fin con el Ulysses ni interesarse por el Capitán Pérez
Reverte y sus alas tristes. Leía para mostrarle a sus alumnos que la cátedra de EMT
(Elucidación del Mundo a través de los Textos), algo tenía que ver con la Empresa Municipal
de Transportes (empujando-montan-todos), en la aportación al desarrollo, proliferación y apuntalamiento de conceptos tales como narratario,
pragmática literaria, literaturidad o literariedad, sociolecto, narratividad y
muchas más escorias amontonadas por eruditos, analistas, profesores ful, críticos y gente espontánea
de similar catadura.
Era
nuestro profesor de los de estilográfica en ristre, papel secante y cuadernillo
de la familia moleskine, cochambroso automóvil nada corredor y mapas del MOPU
escala 1:50.000 para rutas imprevisibles.
Toda
su hacienda la integraban un reducido reducto polivalente de ático-vivienda-cueva-estudio, enladrillado de miles de libros, carpetas, impresos heterogéneos, una
Underwood de los M-40 que no funcionaba hacía años y un PC, hoy por hoy tan imprescindible como máquina de escribir y para otros disfrutes menos confesables, enseres
en los que había invertido las tres cuartas partes de su exiguo estipendio de
docente de Gimnasia humanístico-literaria
Del
mucho leer y poco dormir, cuando frisaba en la cincuentena, vino a dar en la
más extraña manía que imaginar se pueda, que fue la de leer y releer durante
todas las horas que podía un solo libro, EL LIBRO, el único libro, explicándolo
y desmenuzándolo cada año ante cada nueva generación-caterva de jóvenes ávidos
de elucidar el mundo. Con tal afición se engolfó en la absorbente tarea que
llegó a aprender de memoria pasajes enteros, discursos sobre discutidos y
confrontados temas, diálogos sabrosísimos surgidos a lo largo del camino entre
los personajes principales, aportación hispana al acervo de la cultura
universal, que para algunos son la encarnación de una falsa y maniquea dualidad
entre el idealismo y el realismo. Las
sucesivas, y aún simultáneas, dulcineas trigueñas, morenas y hasta una pelirroja
auténtica, funcionaria en el Ministerio de Hacienda, le dieron cuanto ellas
tenían de hospitalaria ternura, aunque siempre terminaran por marcharse con
otro. Al
pasar de los años y con los avatares del vivir, su figura perdió volumen, su
rostro se estrechó en alechuzado perfil y, con la barba en punta, corta y
entrecana, fue adquiriendo la máscara de la soledad asumida. En sus andanzas,
nada quiméricas, escuchó las voces de Ruidera, atendió el silencio inmóvil de
las aspas en Criptana, probó el contundente condumio en las ventas de
camioneros de Puerto Lápice, sintió el atardecer sofocante en el campo de
Montiel, le resultó imposible curiosear dentro del agujero de Montesinos,
persiguió en Pedrola, sin hallarlo, el palacio ducal, bordeó la ribera del Ebro
por si quedaba algún barco de vela que no fuera un catamarán de turistas, deambuló
entre las breñas de la
Sierra Morena … y nunca, nunca se acercó a El Toboso. Temía no
dar con la casa ni hallar a su dulcinea.
― Estimados contertulios ― les decía a sus presuntos
discípulos ― siempre me he preciado de no beneficiarme de la preeminencia que
me da esta cátedra para hacer proselitismo entre ustedes a favor o en contra de
tal o cual teoría sobre la interpretación del mundo, o de la actividad programática
y volandera de los partidos políticos, o de las enconadas pasiones
futbolísticas entre los eternos rivales
o de las opiniones sobre las religiones y sus variadas modalidades, y de otras
verdades esotéricas. He considerado, con todo el respeto que el libre criterio
me merece, sus puntos de coincidencia o disidencia como manifestación del deseo
de encontrar cada cual de ustedes su propio camino, una búsqueda personal de sí
mismos. Recuerden con qué énfasis, irónico casi siempre, he procurado que se
mantuviera el desusado “usted” como una raya invisible que separara a este
profesor del “colega-profesor-colega-tíocojonudo-colega guai y enrollao”, espécimen
surgido al amparo de las más novedosas (y espero que pasajeras, gracias-a-dios)
innovaciones de psicos, pedagogos y gurús marinescos que confunden el culo de sus
intereses con las témporas. Tan
solo he incurrido en una excepción a lo dicho hasta aquí, mis apreciados y expectantes
jóvenes: algunos se habrán percatado de mi intención, curso tras curso y
generación tras generación, de convertirlos a ustedes, a sus antecesores y a
sus consecuentes, en catecúmenos. Sí, han oído ustedes bien, en catecúmenos. Con
insistencia les he animado a perseverar en la lectura y relectura del LIBRO, a
que lo consideren como una biblia en la que se compendia un saber no
sistemático, y por tanto, para muchos, carente de todo valor, como proveniente,
a partes iguales, de un orate y un tullido. Si lo consigo, les aseguro que les acompañará
a lo largo de sus existencias y en sus páginas encontrarán en cada edad, en
cada circunstancia, motivo de diversión gustosa, consuelo en la aflicción, reflexiones
enjundiosas, ejemplos de socarronería cazurra, refranes para toda ocasión y su
contraria, sacrificios abnegados, la mofa más cruel, la ingenuidad bondadosa, el
amor desinteresado, la estupidez ilimitada, la largueza extrema, la torpe
ingratitud…
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El
día en que el profesor de la asignatura dictó la última lección, cuando se
jubiló definitivamente y del todo, cuando en los nidos de antaño ya no habría
pájaros hogaño nunca más, dejó en la memoria de algunos de sus compatriotos un
rescoldo de saberes inútiles, expuesto en palabras, en decires, en sentencias
tomadas de aquí y de allá.
Aquellos
que perduraron, a través del tiempo, en la senda del LIBRO, sintieron que el libro
les hablaba con su voz y con su triste figura.
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