miércoles, 5 de octubre de 2016

El profesor de la asignatura

En el poblachón manchego, cuyo nombre había sufrido todas las evoluciones fonéticas posibles desde el árabe original al castellano más castizo, achulado y zarzuelero, vivía no hace muchos años el que había leído tantos y tantos libros, desde la Odisea a los relatos de Faulkner, desde el libro de Buen Amor a Tiempo de silencio, desde la Comedia a  Volverás a Región, Rayuela y el Pentateuco bíblico, amén de la épica medieval francesa y la lírica renacentista europea, y a toda la caterva de filósofos didactos, científicos filólogos y farsantes de sombrero y pelucón o capelo y tiara del llamado siglo de las luces, aunque nunca pudiera dar fin con el Ulysses ni interesarse por el Capitán Pérez Reverte y sus alas tristes. Leía para mostrarle a sus alumnos que la cátedra de EMT (Elucidación del Mundo a través de los Textos), algo tenía que ver con la Empresa Municipal de Transportes (empujando-montan-todos), en la aportación al desarrollo,  proliferación y apuntalamiento de conceptos tales como narratario, pragmática literaria, literaturidad o literariedad, sociolecto, narratividad y muchas más escorias amontonadas por eruditos, analistas, profesores ful, críticos y gente espontánea de similar catadura.
Era nuestro profesor de los de estilográfica en ristre, papel secante y cuadernillo de la familia moleskine, cochambroso automóvil nada corredor y mapas del MOPU escala 1:50.000 para rutas imprevisibles.
Toda su hacienda la integraban un reducido reducto polivalente de ático-vivienda-cueva-estudio, enladrillado de miles de libros, carpetas, impresos heterogéneos, una Underwood de los M-40 que no funcionaba hacía años y un PC, hoy por hoy tan  imprescindible como máquina de escribir y para otros disfrutes menos confesables, enseres en los que había invertido las tres cuartas partes de su exiguo estipendio de docente de Gimnasia humanístico-literaria
Del mucho leer y poco dormir, cuando frisaba en la cincuentena, vino a dar en la más extraña manía que imaginar se pueda, que fue la de leer y releer durante todas las horas que podía un solo libro, EL LIBRO, el único libro, explicándolo y desmenuzándolo cada año ante cada nueva generación-caterva de jóvenes ávidos de elucidar el mundo. Con tal afición se engolfó en la absorbente tarea que llegó a aprender de memoria pasajes enteros, discursos sobre discutidos y confrontados temas, diálogos sabrosísimos surgidos a lo largo del camino entre los personajes principales, aportación hispana al acervo de la cultura universal, que para algunos son la encarnación de una falsa y maniquea dualidad entre el idealismo y el realismo. Las sucesivas, y aún simultáneas, dulcineas trigueñas, morenas y hasta una pelirroja auténtica, funcionaria en el Ministerio de Hacienda, le dieron cuanto ellas tenían de hospitalaria ternura, aunque siempre terminaran por marcharse con otro. Al pasar de los años y con los avatares del vivir, su figura perdió volumen, su rostro se estrechó en alechuzado perfil y, con la barba en punta, corta y entrecana, fue adquiriendo la máscara de la soledad asumida. En sus andanzas, nada quiméricas, escuchó las voces de Ruidera, atendió el silencio inmóvil de las aspas en Criptana, probó el contundente condumio en las ventas de camioneros de Puerto Lápice, sintió el atardecer sofocante en el campo de Montiel, le resultó imposible curiosear dentro del agujero de Montesinos, persiguió en Pedrola, sin hallarlo, el palacio ducal, bordeó la ribera del Ebro por si quedaba algún barco de vela que no fuera un catamarán de turistas, deambuló entre las breñas de la Sierra Morena… y nunca, nunca se acercó a El Toboso. Temía no dar con la casa ni hallar a su dulcinea. 
― Estimados contertulios ― les decía a sus presuntos discípulos ― siempre me he preciado de no beneficiarme de la preeminencia que me da esta cátedra para hacer proselitismo entre ustedes a favor o en contra de tal o cual teoría sobre la interpretación del mundo, o de la actividad programática y volandera de los partidos políticos, o de las enconadas pasiones futbolísticas entre los eternos rivales o de las opiniones sobre las religiones y sus variadas modalidades, y de otras verdades esotéricas. He considerado, con todo el respeto que el libre criterio me merece, sus puntos de coincidencia o disidencia como manifestación del deseo de encontrar cada cual de ustedes su propio camino, una búsqueda personal de sí mismos. Recuerden con qué énfasis, irónico casi siempre, he procurado que se mantuviera el desusado “usted” como una raya invisible que separara a este profesor del “colega-profesor-colega-tíocojonudo-colega guai y enrollao”, espécimen surgido al amparo de las más novedosas (y espero que pasajeras, gracias-a-dios) innovaciones de psicos, pedagogos y gurús marinescos que confunden el culo de sus intereses con las témporas. Tan solo he incurrido en una excepción a lo dicho hasta aquí, mis apreciados y expectantes jóvenes: algunos se habrán percatado de mi intención, curso tras curso y generación tras generación, de convertirlos a ustedes, a sus antecesores y a sus consecuentes, en catecúmenos. Sí, han oído ustedes bien, en catecúmenos. Con insistencia les he animado a perseverar en la lectura y relectura del LIBRO, a que lo consideren como una biblia en la que se compendia un saber no sistemático, y por tanto, para muchos, carente de todo valor, como proveniente, a partes iguales, de un orate y un tullido. Si lo consigo, les aseguro que les acompañará a lo largo de sus existencias y en sus páginas encontrarán en cada edad, en cada circunstancia, motivo de diversión gustosa, consuelo en la aflicción, reflexiones enjundiosas, ejemplos de socarronería cazurra, refranes para toda ocasión y su contraria, sacrificios abnegados, la mofa más cruel, la ingenuidad bondadosa, el amor desinteresado, la estupidez ilimitada, la largueza extrema, la torpe ingratitud…  
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El día en que el profesor de la asignatura dictó la última lección, cuando se jubiló definitivamente y del todo, cuando en los nidos de antaño ya no habría pájaros hogaño nunca más, dejó en la memoria de algunos de sus compatriotos un rescoldo de saberes inútiles, expuesto en palabras, en decires, en sentencias tomadas de aquí y de allá.
Aquellos que perduraron, a través del tiempo, en la senda del LIBRO, sintieron que el libro les hablaba con su voz y con su triste figura.

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