Llueve de forma intermitente una llovizna neblinosa y la temperatura es tolerable en este otoño madrileño. En días como éstos me resulta más atractivo el paisaje que las gentes que discurren alrededor. Con la compañía de mi Hada del Otoño, los pasos (es una manera de hablar) nos llevan a una ínsula de verdor a pocos kilómetros de la gran ciudad: un extenso espacio plantado de variedades de árboles, de palmeras exóticas y de las familiares, de olivos añosos y retorcidos, de granados enanos, y de fuentes ornamentales, de maquinarias, herramientas y útiles para jardinería, de flores multicolores en extensas bandejas de macetas... Olores del tomillo, romero y lavanda. Un pavo real, surgido de dios sabe dónde, nos precede pavoneándose sin prisas por una vereda hasta que decide desaparecer por un lateral. Tufarada de humedades, abonos, fumigaciones, montones de residuos de las podas y barridos. Olores, colores, sonidos y el tacto rugoso del paquidérmico roble.
Mi deidad otoñal me obsequia
con una macetita de pensamientos, por mejor decir, de violas, y yo la
correspondo con un tiesto de ciclamen rosado purpúreo.Una tarde perfecta en este vivífico vivero.
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