Mañana
radiante. Luces y sombras enfrentadas. El atrio de un templo reverencial de la
actualidad pagana. Parterres moteados de flores. Claras sombrillas en la
terraza apacible. Y detrás, la elegante verticalidad de la palmera que se
recorta contra el reverbero del fondo. Un sosegado remanso a la entrada del
Templo de Tytha von Tytha.
El protagonismo
de la instantánea no está en la muy sugerente escultura de Antonio López sino en
la mujer que ha sido sorprendida musitando, o soplando, algo en la oreja del
tótem: ¿le revela un secreto propio bien guardado? ¿solicita un consejo para
sus dudas? ¿demanda la intercesión de la diosa para solucionarle alguna insospechada
incógnita? Ha adoptado, ajena a lo que la rodea, una postura que suponemos
incómoda: mientras oculta sus palabras con la mano derecha, la piernas
flexionadas, con la izquierda protege, decidida, el universo que se guarda en
la bolsa marsupial azulada (llaves mágicas, dineros, afectos, ilusiones,
deberes, enseres sorprendentes olvidados y otros misterios a los que nadie
tiene acceso… y el mágico móvil con
la batería a punto de fenecer). Las sandalias de tiras que calza ponen una nota
de elegante delicadeza en la austeridad de su atuendo y forzada colocación. El ídolo, imperturbable y enigmático, ¿duerme o medita? Quién lo sabe. A pesar de ello y de su descomunal cabeza pelona, la naricilla y el arco de la boquita nos mueven a la ternura hacia este bebé mofletudo y oscuro.
Nunca sabremos lo que ella le ha confiado o preguntado, ni si le ha contestado la cabeza imperturbable del oráculo.
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