lunes, 17 de junio de 2019

La Feria del Libro de Madrid y otras ferias

Sábado con sol a media mañana. Por previsión vamos protegidos con cubrecabezas adecuados. Recorremos, con la imprescindible complicidad de mi Hada, el antiguo Paseo de Coches del Retiro, después rebautizado como "Parque del Retiro" por donde ya hace años que no pasa ningún coche, excepto los de la policía, los bomberos, el SAMUR, furgones de servicios de abastecimientos y de otros indefinidos.
La Feria que se celebra este año es la septuagésima octava, o sea, la 78ª, y ofrece al visitante más de trescientas casetas de editoriales, librerías, distribuidores y otras relacionadas de alguna una manera con los libros. Pronto descubrimos espacios para actividades tan diversas como admirar a algún "famoso" de la televisión, chiringuitos en medio del paso del Paseo donde tomar unas cervezas, unos bocadillos de calamares o unas humeantes salchichas a la parrilla y al mismo tiempo admirar las evoluciones circenses de un payaso multicolor y, si llegara el caso, hasta se podía adquirir un libro con un descuento sustancioso. Muchos son de los que deambulan de acá para allá con paso lento mirando alternativamente al cielo y al suelo.
Otros se agolpan en aquellas casetas donde personajes de varios sexos y ocupaciones, conocidos porque se asoman con frecuencia a las ventanas televisivas, están firmando y vendiendo productos que, a veces, poco o nada tiene que ver con esta feria como no sea porque están presentados en formato de libro: efectivamente, el libro lo aguanta todo. Se me ha descolgado la mandíbula inferior y estoy a punto de babear: he descubierto a una de estas/estos famosos /famosas... y el descuento de su creación es del 10%... como el que harían en la Cuesta de Moyano. No está mal pero menos da una piedra. Vaya por dios.
Paralelamente hay otras ferias: la de los figurones y figurines paseantes de sus palmitos buscando algo; la de los niños de diversas tallas abstraídos con títeres, cuentacuentos, payasos y los padres y madres distraídos y liberados por un rato; la de los descuideros que aprovechan cualquier descuido… como siempre en cualquier feria de lo que sea y también en ésta aunque sea de libros y se defina como tal. En toda feria de lo que sea (del caballo, de artesanía, de automóviles, del toro, del turismo...de las vanidades) no hay que olvidar la presencia de personalidades, hoy ausentes a dios gracias, del mundo de la política, de las finanzas, del deporte y especialmente de aquellas más altas representaciones del país, con su séquito, discreto y casi-casi invisible, pero no tanto.   

Mi Hada y yo hemos querido contribuir modestamente a la pervivencia de esta estupenda tradición para que siga sobreviviendo a sus 78 años, "y que cumpla muchos más". Al final tenemos algo que feriar: unas reproducciones facsimilares encuadernadas de episodios de aquellos originales del TBO y de Hazañas Bélicas, de Boixcar. 

Ah!... y este año no se ha cumplido la presunción de "Feria del libro, lluvia segura". 
     

viernes, 3 de mayo de 2019

Un apartamento llamado "Chiscón"

Apartamento. Vivienda independiente en un edificio de pisos, especialmente la que consta de pocas habitaciones. Hasta aquí lo que dice el Diccionario de la RAE en su edición de 2014.
 
Voy a confesar, de manera sucinta, en qué me ocupo y dónde paso el tiempo desde las diez de la mañana a las dos y media de la tarde, aproximadamente, con interrupciones impuestas, como a todo quisque, por cualquier necesidad fisiológica o por la presencia de algún ente amigo, conocido o familiar (soy tan insignificante que ni siquiera tengo enemigos, que yo sepa) , cuando no por el cartero para hacerme entrega de una multa de circulación o certificado sin interés, o tal vez el portero de la casa, ahora elevado a categoría de conserje de la finca, para avisar de que van a cortar el suministro de agua por una avería en el 3º-3, por ejemplo. En fin…
No incluyo en esta retahíla a la empleada del hogar, una verdadera profesional. Su nombre evoca desde lo evangélico, a lo floral, lo cinematográfico, lo medicinal, y hasta lo taurino… Ella se encarga del cuidado, orden y aseo de esta casa, de la elaboración del diario condumio de almuerzo, cena y desayuno, si bien su horario laboral termina a las tres de la tarde.

El cubículo, al que ampulosamente llamo estudio y no gabinete, ni bufete, ni despacho u otra denominación inexacta, está anclado a nueve pisos sobre el nivel de la calle. No es un gabinete porque en él no recibo visitas y si alguien quisiera visitarme tendría que recibirlo en lo que llamo pomposamente el Salón, más espacioso y de cuyas paredes cuelgan algunos óleos de distintos tamaños y pintores, fotografías enmarcadas de variadas temáticas y otros sencillos ornamentos, juguetes y cachivaches; en un rincón, un aparato de radio con reproductor de discos, y una versión imitada de un tocadiscos del pasado siglo para poder escuchar las decenas de vinilos que se alinean en las baldas inferiores, junto a otros cachivaches menudos. Un sofá, adosado a un lateral, que desplegado se transforma en cama amplia y confortable; del centro del techo cuelga una bombilla huérfana de lámpara; en el otro extremo, una luminaria de cristal de dos cuerpos pende a distintas alturas de una cadena de bronce dorado; grabados antiguos de ciudades europeas que nunca visitaré; en el frente de la derecha, un cartel enmarcado reproduce un paisaje urbano de Antonio López que anuncia la exposición del pintor en tal sitio. Y en el medio, dando luz, un ventanal espacioso con puerta de cristal que se abre a la terraza en donde sobreviven como pueden macetas y jardineras con plantas y flores: amarilis, coleos, la del dinero, aloe vera, begonia, tagetes, hortensia, margarita… En este salón, aumentativo de sala, pero sin exagerar, aún caben una mesa de mármol de un viejo café y dos sillas tan arcaicas como la mesa.
El estudio tampoco es un despacho porque no soy abogado, ni notario, ni ministro del gobierno con quienes despachar; nada tengo que despachar como si esto fuera una tienda de ultramarinos; ni matar a alguien como en las películas de gánsteres; ni despedir de malos modos a alguien, y no se me ocurre nada más por ahora. Ah!, y declaro que no tengo un despacho con cajones como de “bufete” o de “despacho”. Me sirvo de una mesa de tercera o cuarta mano, de madera de castaño, que tiempo atrás debió ser vapuleada por algún subalterno o subalterna, quién sabe en qué oficina siniestra, y por eso me gusta más que si la hubiera adquirido en la sección de muebles de unos grandes almacenes.    
El estudio tampoco es un bufete porque no sirve como mesa donde ofrecer platos de comida y, menos aún, lugar de consultoría u oficina: mi mesa es antigua, de castaño, con cajones y cajoneras, sirve como sustentante al “ordenador” o PC de sobremesa… En fin, en mi estudio nadie estudia nada…
En las fiestas sabatinas y dominicales, o de otro tono, que aparecen en azul, verde o morado en el calendario laboral de esta ciudad, me permito salir a la calle bien sea para orearme o para adquirir productos imprescindibles o caprichosos, culturizarme, acudir a una reunión con gente afín a mis asuntos y menos afín e incluso con especímenes humanos con los que no tengo ninguna afinidad…  
La casa donde resido y a donde me llegan de vez en cuando cartas por correo, es también donde duermo, desayuno, almuerzo, ceno y me higienizo. Como todo el mundo.
Me aireo y me soleo en una a terraza rectangular de diecisiete pasos (de los míos) de largo y cinco de ancho. Se alegra con macetas y plantas de flor y otras que no las dan, que sobreviven a las variaciones atmosféricas y las hay que caducan pasada su estación. En este espacio abierto me visitan bíblicas palomas y astutas urracas, nunca al mismo tiempo, que comen pequeños trozos de pan con que yo las obsequio sin esperar muestras de agradecimiento; con los gorriones no he tenido suerte: los alpistes no han sido suficientes como para que me frecuentaran y me inclino a creer que son desplazados por los otros visitantes más poderosos. Mantengo amistad con una vieja salamandra a la que veo de vez en cuando, al llegar la primavera, agarrada a una pared, y que se encarga de los insectos que aparecen por la terraza. Los edificios alineados a la izquierda son de igual arquitectura, terraza, baranda de hierro, flores, ropa tendida, cachivaches; de los de enfrente, más alejados y adinerados, nos separan jardincillos y piscinas veraniegas y en algunas ventanas o balcones lucen airosas banderas nacionales que ponen pintorescas notas de sabor patriótico.     

El resto de este espacio lo componen una cocina con la utilería necesaria para preparar los condumios de cada día, lugar que en tiempos pasados yo frecuentaba con mis experimentos coquinarios y que en la actualidad he dejado en manos de otras personas.
El cuarto de baño, luminoso y cómodo, carece de bañera y, a cambio, ofrece una práctica ducha polimorfa y amplia ventana a la terraza, es lugar de uso obligado ya sea para higiene y como para reparación y embellecimiento. A pesar de lo que algunos dicen, no considero el "escusado" como lugar estimulante para la meditación filosófica.  
El dormitorio, estancia interior con un armario empotrado de puertas deslizantes, donde se aguardan ropas ordenadas, un estante cagado de gorras y otros cubrecabezas, y también un reservado para los fármacos. La cama es amplia y capaz de acoger dos cuerpos humanos de talla normal y de adaptar en altura y comodidad el cabecero y la piecera por medio de un mecanismo de fácil manipulación con un cómodo mando eléctrico. Justo enfrente, sobre una cómoda con cajones donde se guarda ropa interior otras menudencias, se pavonea un televisor de pantalla panorámica como tótem de hipnotizador embeleso.

Desde el estudio me distraigo, a veces, mirando por la ventana desde la que se ve una parte del histórico cementerio de San Isidro, al lado de la fuente milagrosa del santo, con panteones impresionantes y otros de escaso interés o de dudoso gusto. Y allá, al fondo, edificios de Carabanchel y el más alto, el hospital Gómez Ulla. Y aún más allá, el infinito inabarcable decorado con las maravillosas nubes viajeras.

Mi estudio, al que he dedicado aquí unas cuantas referencias, tiene 2,96 metros de largo y 2,58 metros de ancho y una lámpara exótica de pergamino colgada del techo. Todas las paredes están cubiertas de estanterías atiborradas de libros, carpetas, portadas de revistas literarias, fotografías enmarcadas, pequeños juguetes de latón decorados, cámaras fotográficas en sus bolsas… una alegoría del caos en muy poco espacio.
Lo repito, por si no ha quedado claro: en mi estudio ni yo ni nadie estudia nada. Ni siquiera mi Hada.

  

jueves, 11 de abril de 2019

 ALFANHUÍ                                                                                                                                                         
El día 1 de abril falleció el novelista, ensayista y hombre de letras Rafael Sánchez Ferlosio a los 91 años de edad, según se hacían eco los periódicos, emisoras de radio y televisión y otras publicaciones de arte y cultura.
A los lectores y estudiosos de la de la narrativa de la postguerra civil española, la obra de Ferlosio siempre la hemos considerado unida a “El Jarama”, novela aparecida en el año 1955, significativa en la renovación que podía considerarse como el realismo social de la generación de los 50. La leí cuando yo era un estudiante de bachillerato y universitario y desde entonces me interesé por su obra de tan variados contenidos: novelas, ensayos de lingüística y otros asuntos. Su extensa y constante dedicación le ha valido ser considerado como uno de los más importantes escritores de su generación y premiado con “el Cervantes” en el año 2004 y el Nacional de las Letras Españolas del 2009.
Si tenemos en cuenta su opinión, sorprende que apreciara como su mejor novela el “Alfanjuí”. La leí en una modesta edición de bolsillo de Salvat-Alianza aparecida en el año 1970 y he vuelto a releerla en estos días y me ha confirmado el juicio del propio autor como su mejor creación novelística, por encima de la premiada “El Jarama”.
“Industrias y andanzas de Alfanhuí” relata las peripecias fantásticas e imaginativas del protagonista y de otros personajes que comienzan en Alcalá de Henares, primero como niño y avanzando hacia la adultez cuando emprende un largo viaje para encontrarse con su abuela que vive en Moraleja. Su andadura a veces se mueve en un mundo real, otras mágico o incluso literario en el que irá tratando con gentes variadas: el maestro que diseca animales, el gallo de la veleta de hierro, la marioneta don Zana, la tienda del herborista Diego Marcos, el gigante del bosque y otros igualmente fantásticos, y también de la vida real y cotidiana. En esta novela, o cuento expandido, con elementos de la picaresca, del mundo rural y provinciano, los objetos cobran vida, hablan, razonan y enseñan al joven hombre que el final arribará a “una tierra que estaba lejos de todas partes”. 
Nota que me afecta personalmente. En el capitulo V de la Tercera Parte, titulado “Del alegre pueblo de Moraleja y de cómo se conocieron la abuela y Alfanhuí”, Ferlosio presenta con minuciosidad el paisaje y el paisanaje, campestre y humano, que yo tan bien conocía por haber nacido y pasado veranos vacacionales desde mi infancia, en la casa de mis abuelos, allá en las décadas de los años 50 y algo de los 60 del siglo pasado. Amén. 

viernes, 2 de noviembre de 2018

Día de Todos los Santos Ilustres

Este día de Todos los Santos ha salido luminoso con sol y algunas nubes. Se prevé que hoy dejarán la ciudad más de medio millón de vehículos espoleados por el prolongado puente de cuatro días de holganza. Ahí es nada. Mi Hada y yo hemos preferido no participar en tan concurrido éxodo y dedicar nuestra atención, memento mori, a visitar uno de esos lugares funerarios poco frecuentados en los que los fallecidos soportan o disfrutan del eterno descanso.
Durante muchos años cualquiera que pasara por delante de este Panteón tan poco ilustrado, podía atisbar, a través de la verja herrumbrosa, una especie de estercolero de maleza, algún raquítico arbolillo y desechos de todas clases, a pesar de encontrarse circunvalado por un convento, una iglesia basílica de airosa torre, un colegio en otro tiempo regentado por frailes dominicos y, situado en calle muy próxima, la espléndida Real Fábrica de Tapices. Resultaba muy lamentable e irrespetuoso para con los que allí dormían el sueño eterno. De poco tiempo acá El Panteón de Hombres Ilustres, de Madrid, es una estupenda muestra de la recuperación de un histórico mausoleo en el que coinciden la política, las variadas artes, la oligarquía, la muerte en diversas modalidades, el olvido prolongado y la loable reciente rehabilitación de este interesante lugar. Recorrer las dependencias y los jardines bien cuidados  supone, para el visitante curioso y ajeno a los prejuicios de cualquier índole, no sólo unas lecciones de nuestra historia en la se confunden por separado personajes sorprendentes, artífices de la patria, sujetos de dudosa ejemplaridad, potentados del dinero junto a otros que fueron víctimas de las circunstancias que les tocó vivir y morir. 
    

miércoles, 17 de octubre de 2018

Náufrago en la noche

Qué largo y cálido le resultaba el verano, como el título de aquella película de Martin Ritt con Orson Welles y Paul Neuman. Nada que ver con el filme.
Va solo en el coche que conduce con desgana por una calle céntrica de la ciudad en la noche inacabable. Al detenerse en un semáforo repara en una mujer que, bajo la luz de una farola, ríe y besa con entusiasmo al hombre y hablan algo que a él no le llega y vuelven a abrazarse. A la luz cruda sus figuras parecen hermosas e irreales: la mujer, como en escorzo, casi de espalda, muestra sus piernas desnudas y perfectas que surgen del vestido vaporoso rojo violento, la cabeza hacia atrás y los brazos en torno a la cintura del muchacho que lleva con desgaire una camisera blanca. El hombre al volante se sobresalta cuando la pareja, semáforo en verde, se le cruza a la carrera enlazados por la cintura, y la mujer lo mira fugazmente al pasar. Arranca y no quiere pensar en nada después de soportar la larga y tediosa semana en la ciudad recalentada. La muchedumbre discurre, tráfago de viernes y estío, ávida de converger donde sea y no importa con quién. El azar juega a cada instante y quién puede prever el encuentro, o reencuentro. Así se siente el rastreador en la madrugada tenaz, esperando el suceso fortuito que puede venir de dios sabe dónde ni por dónde.
Los asiduos al mostrador de nogal pulido del añejo café con música en directo, se distraen con jarras de cerveza y bebidas largas de colores diversos. La botillería de los estantes se duplica en la luna frontera que enmarca, como una fotografía sepia, el ambiente de otra noche más del verano. Sentada en el taburete, con la espalda apoyada en el mostrador, la muchacha del corpiño carmesí y corta melena oscura, cruza con él su mirada en el espejo: sólo es un instante y ya sabe que no. Si acaso la recordara más tarde, su enigmático hechizo le daría dolor. De por ahí ha surgido un figurín adepto del amor que le pasa el brazo por los hombros desnudos y la atrae hacia sí con gesto chapucero de propiedad ostensible, la piel tostada y la blancura ideal de su inmaculada indumentaria. Desde la sala contigua llega amortiguada una voz densa que entona un aire cadencioso del sur americano, acompañada del bandoneón y la guitarra. Y el figuras le musita al oído algo que a ella la hace reír. Qué largo y qué cálido puede resultar el verano, como en aquella película...
A pesar de los intentos de cruzar los puentes y pasar al otro lado, sus días y sus noches de penuria no han terminado, no quiere y al mismo tiempo quisiera. Las calles y los antros de este barrio latino tan madrileño están tomados por una multitud festiva. Todas las caras son igualmente disímiles pero se puede errar de continuo. Cada vez que ellas lo miran siente el temblor de la expectación, acaso el destino lo señale esta vez con el dedo. Lo teme y lo busca. Siete estaciones, como argonauta de la nocturnidad, le parecen suficientes por hoy. 
En la tienda "Abierto 24 horas" apenas se ven clientes. El muchacho, no tan joven, que se ocupa de la caja, parece como sorprendido cuando se le acerca con las cervezas, los emparedados y unas bolsitas con algo de picar. Más allá, junto al estante de los periódicos una beldad estilizada hojea una publicación. Está de espaldas y viste un breve y entallado vestido blanco-roto, sus piernas son largas, bien torneadas, se vuelve y le echa una rápida ojeada sin verlo, por encima de la revista que aparenta leer. No, no es tan joven como suponía. A él nada le interesan los señuelos en las páginas del ocio, recién casada faldita de tenis debajo ya sabes necesito dos pelotas entró entró. 
Ya en la calle, desde la acera el náufrago ve a través de los cristales, en el interior iluminado, cómo la tentadora sirena rodea por detrás con sus brazos el torso del cajero complaciente. El pasajero de la noche se aparta con una aleve desazón mariposeándo alrededor de su cabeza como aureola y sujeta contra el pecho el envoltorio de papel con los improvisados víveres.
El automóvil va rompiendo en la amanecida los charcos que ha dejado en el pavimento el lavatorio municipal tempranero y del asfalto asciende una humedad condensada y mohosa. Se esfuerza por pensar en realidades ilusorias del pasado lejano: en el aroma del incienso que desde siglos flota en aquella iglesia; en esos cuchitriles en donde no entraba nadie para cambiar novelas o tebeos las tardes del domingo; en la niebla matutina que desdibuja el encinar; en el vacío exánime al salir del cine después de ver una comedia americana con su final feliz; en nombres de personas, Policarpo, Ananda, Teodora, Facundo, que nunca ha conocido.
Deja los paquetes sobre la mesa de la cocina y con desgana se acerca al salón, sofoco de interior cerrado y, sin encender la luz, abre de par en par el balcón y conecta la televisión. La estancia se inunda, como en una escena bajo la luna, de una claridad irreal y disfruta de un largo y profundo trago de cerveza. Una mujer hechicera de sonrisa estándar le ofrece las ventajas por la compra de no sabe qué productos si marcara el teléfono que aparece en la parte inferior de la pantalla.
Abandonando las imágenes a su propia fascinación, pasa a la alcoba y extrae del armario, impecable en su percha, el vestido de textura sedosa que deja sobre la cama y junto a él, con mucha cautela, el afilado estremecimiento de las tijeras de cocina.    
Y ya, decidido, en el baño y se despega, con esfuerzo, el polo del cocodrilo, arrugado y deslucido. Los chorros de agua le desuellan la coraza y arrastran los recuerdos, y los deseos, y el sudor, y lo dejan listo para el próximo asalto.
El hombre en calzoncillo, sentado frente al televisor, ha empezado a aceptar que,  irremediablemente, será un verano muy largo y muy cálido sin ella.
 

lunes, 10 de septiembre de 2018

Una de piratas

Yo estaba enamorado, pero no lo sabía. Ahora, tantos años después, sé algo más de mí y de aquel amor.
 
Lo estuve pensando durante algún tiempo, había tomado una decisión y ahora no quería echarme atrás. Lleno de inquietud y todavía con algunas dudas, aquel día me llegué hasta la casa de la Rufina. La Rufi era la muchacha que ayudaba a mi madre en las tareas de la casa, cuidaba de mi hermano pequeño y la encargaban de que me controlara a mí, tarea nada fácil, que entonces tenía más de catorce años y estaba en 4º curso del Bachillerato Elemental. A mí la Rufi me parecía muy mayor, no sé si porque había cumplido los veinte o porque tenía las tetas más grandes que las de mi madre. Y fue a ella a quien le confié mi obsesión y le pedí en que me lo hiciera, pero se negó en redondo. «Quita p’allá, muchacho. Si tu madre se entera de que he sido yo, me pone de patitas en la calle». Tanto le insistí que al final accedió a encaminarme a una chica que conocía y que me lo haría por algo de dinero, un duro o así, lo que costaba ir al Norba un jueves en sesión de fémina. Antes, me había hecho jurar por la cruz, lo juro por ésta, que me muera y me vaya al infierno de cabeza si me chivo. «Vaya una perra que has cogido, y no te digo nada cuando se entere tu padre la que te va a liar a ti, a tu madre y, de propina, a mí». En este momento me sentía capaz de soportar las broncas y algo más que se le pudiera escapar a mi padre; las chuflas de mis amigos era cuestión de torearlas: ya se les olvidaría y, quizás, hasta lo llegarían a encontrar envidiable. En el colegio, el asunto sería de pura estrategia, de quita y pon, y nadie se daría cuenta.
No tenía intención de decírselo a nadie, ni siquiera a ella. Ya lo descubriría por su cuenta cuando me viera. Ella era la MariTere. Vivía con su abuela en el piso principal de un caserón en la parte alta de la Villa, muy cerca de mi casa; iba al colegio de las Carmelitas, de uniforme azul marino, sombrero redondo y zapatones negros y, aunque delgadita, no daba la impresión de fragilidad. Con el pelo oscuro y sus ojos de color violeta, no se parecía a ninguna de las niñas que yo conociera en todo el barrio ni en toda la ciudad, que era lo mismo que decir en todo el mundo. Algunas veces coincidíamos en la Plaza Mayor, yo y mis amigos con ella y sus amigas, como por casualidad, y las acompañábamos hablando de tonterías que fastidiaban a mis compinches que me miraban de reojo deseando que nos dejáramos de las chicas, que no decían más que bobadas.
De vez en cuando, yo iba a la casa de Mary-Tere para ayudarla con las matemáticas y el dibujo que no se le daban bien y, además, no estudiaba nada. Vivía con su abuela porque sus padres, que eran artistas en el Gran Circo Mundial, se pasaban meses y meses viajando por el mundo y sólo venían a verla unos pocos días al año. Cuando acabábamos las tareas doña Gerarda me ofrecía una onza que yo por educación se la aceptaba unque no me gustara demasiado el chocolate. Mari-Tere me repetía historias de lugares lejanos en las que el circo era el mundo y sus padres las estrellas protagonistas, que si mi padre esto, que si mi madre lo otro. Me regalaba los sellos de las cartas que recibía y yo los guardaba, sólo porque eran de ella y no por afición filatélica. Sacaba del aparador una caja de lata con fotografías en las que aparecía la pareja con sus brillantes trajes, cogidos por la cintura, saludando con sonrisa profidén: su padre, con chaquetilla de lentejuelas y corbata de pajarita, levantando la trompeta reluciente como un trofeo, «¿A que es muy guapo?». Yo miraba la foto y lo único que veía era un hombre atezado, repeinado con brillantina, bigotillo a lo Errol Flynn y un arete en la oreja izquierda, «Lo que más me gusta es que con ese zarcillo se parece a un pirata de las películas, ¿a que sí?», y besaba la foto con entusiasmo.
Otras veces era ella la que se presentaba en mi casa por la tarde, aún con el uniforme del colegio y la cartera colgándole de la mano, casi a rastras, en la que llevaba lo del latín, libro y cuaderno con cuatro frases para “analizar y traducir”, y los problemas. Yo buscaba en mi habitación el diccionario Spes, que no figuraba entre sus libros, «es que yo no voy a seguir estudiando, sabes; en cuanto mi padre lo diga me iré con ellos, y para trabajar en el circo no necesito el latín ni las matemáticas». En la mesa grande de la cocina, con el fondo de los discos dedicados en la radio y el olor a rosquillas fritas, intentaba meterle en la mollera que el nominativo era el sujeto de la oración y que el pretérito de amare era amavi y había que traducirlo por “yo amé”, ¿te enteras?, y las ecuaciones de primer grado con dos incógnitas, y apenas ponía atención en lo que le decía y al final era yo casi siempre el que terminaba por hacerle los deberes, mientras ella jugaba con mi hermano y, de paso, le contaba a mi madre las historias de sus padres que yo me sabía de memoria. Lo mejor era que le gustaban los dulces de mi casa y que aguantaba con risas los incordios de mi hermano. Era muy lista pero no sé ni cómo había llegado hasta 3º del Bachillerato Elemental, y eso porque estudiaba con las monjitas.
Era domingo y la Rufi me dio el aviso. En lugar de ir a la sesión de cine matinal, como le dije a mi madre, me fui a donde vivía la Luisa, cerca de la Peña Redonda. A la Luisa, que estaba de dependienta en una mercería y perfumería, no la conocía más que de haberla visto en el paseo de la Plaza cuando salían la Rufi y ella con sus respectivos acompañantes dándoles escolta, ellas en medio y los panolis en los extremos. Cuando toqué en la puerta me pareció que no había nadie. Estuve en un tris de darme la vuelta con alivio. Lo primero que me dijo fue que me sentara en el filo de una cama turca llena de cojines de colores. Yo, sin abrir la boca, sudaba por cada pelo un goterón de nervioso que estaba; ella canturreaba por lo bajo, me preguntaba algo, me echaba una ojeada y sonreía. En una mesilla iba colocando lo que pudiéramos llamar el instrumental, al tiempo que me explicaba cómo me lo iba a hacer: primero me limpiaría con un algodón y alcohol, después quemaría con una cerilla la punta de la aguja enhebrada, la limpiaría bien y me traspasaría el lóbulo de la oreja, apoyando la aguja por el otro lado en una corteza de pan, y ya estaba. Sólo quedaba anudar la hilaza de seda formando un anillo y limpiarme la sangre del pinchazo. Y arreglado. Hubiera deseado salir huyendo. Me ordenó que me quitara el chaleco y la camisa y me quedé con la camiseta de tirantes. Aquello no me tranquilizó nada, al contrario: acercó una banqueta y se sentó pegada a mi izquierda. Notaba su respiración en mi oreja, como si me soplara, y me repetía que no me preocupara, que no me iba a doler. Olía a jabón de olor y, al inclinarse, por el escote desbocado de la blusa le veía las tetas, redondas como naranjas. Me sentía los latidos dentro de la cabeza, me ardían las orejas y estaba más que sofocado. Cuando empezó a tocarme hubiera querido salir corriendo pero me quedé. Cuando me bajó los pantalones me dieron ganas de gritar pero me contuve. Cuando me empujó sobre el camastro me preparé para rechazarla pero me quedé quieto, quieto. «Andá, vaya apero que te gastas, como un hombre…». Cerré los ojos y me dejé llevar. Salí de la casa sudoroso, atontado y sin lograr lo que allí me había llevado. Y olvidé en la mesilla el billete de cinco pesetas.
Todavía me temblaban las piernas al subir la cuesta a la carrera y bajar a saltos la calle escalonada hasta llegar a la Plaza. Llevaba el chaleco en la mano y los pelos revueltos. Bajo los soportales me detuve a coger aliento, ponerme el chaleco y atusarme el pelo mirándome en la luna de un escaparate. Con parsimonia atravesé la Plaza simulando naturalidad. Me sentía algo mareado y me quemaban las orejas sin agujerear.
Sentados en un banco de hierro estaban mis compinches fumando bisontes, comprados uno a uno en el carrillo de pipas, chicles y caramelos. Seguían con atención las palabras y evoluciones de Julio que, de pie frente a ellos, les contaba la película que acababan de ver. «Échate p’allá, haz sitio, tú». Me senté y me fui enterando. La que había entusiasmado a la pandilla era una de piratas. Julio se convertía alternativamente en cada personaje, tan pronto imitaba la actitud y el tono desenfadado del temible burlón trapecista, sus piruetas imposibles o las morisquetas del pirata mudo, como los dengues de la chica guapa, el gesto atravesado por la rabiosa maldad de los malos y hasta el beso final del protagonista a la chica guapa. Que fuera interrumpido era lo habitual: el narrador seguía a lo suyo, y si el otro insistía con terquedad en rectificarle, le soltaba con brusquedad, «joder, tontolculo, cuéntala tú si eres capaz de hacerlo mejor, so mamón». La armonía se restablecía cuando los demás exigíamos al enredador que se callara. Y en lo que coincidían mis compinches era en que todos los buenos llevaban pendientes en las orejas y debía ser porque eso les gustaba a las mujeres en aquella época, y en ésta también, pensaba yo para mis adentros. Aún permanecía como ido, bajo los efectos de la soba que había soportado. «Y tú ¿por qué no has venido, so gili?». Mentí con un aplomo que hasta a mí me sorprendió. «De gili nada, que me la he perdido porque mi madre tenía que salir y me he quedado con mi hermano». Julio Carulla Florentino, de mote Moropillo, era el mejor contador de películas que jamás he conocido. 
Los padres de Mari-Tere llegaron unos días después. Mi madre me lo dijo al volver del colegio con un tono en su voz que yo bien conocía. Yo sabía que a mi madre mucho le hubiera gustado tener una hija. Doña Gerarda, llorosa, le había dado la noticia: se llevaban a su nieta, a su niña, y no esperaban a las Navidades.
En los días siguientes no tuve ocasión de encontrarme con ella. Suponía que estaba demasiado ocupada y ya ni siquiera acudía al colegio. Desde la ventana de mi habitación pasaba las horas de la tarde acechando el transitar de la gente y salía a la Plaza con no sé qué esperanza y recorría las calles de la Villa y los balcones del caserón permanecían con los postigos cerrados. El último día me volví desalentado tras haber hecho una larga e infructuosa ronda. Se estaban encendiendo los faroles de la calle cuando llegué a mi casa. Mari-Tere y su abuela habían venido para despedirse, me habían esperado un poco y se habían marchado: tenían que coger el tren para Madrid aquella misma tarde. Mejor, es una pesada y una fantasiosa, me alegro de no tener que verla en una temporada. Así se lo dije, pero a mi madre no la engañaba.
Y pasaron los días y las semanas. Cada noche rezaba para que volviera, quizás después de las vacaciones del verano. No me importaría hacerle las traducciones de latín. Como consuelo, me imaginaba una película en la que yo, con el pendiente en la oreja, era el pirata Burt Lancaster y ella era Mari-Tere, y así, intentaba soñar dormido lo que imaginaba despierto. No regresó ni ese verano, ni al siguiente ni al otro ni al otro. Yo estaba convencido de que era un castigo que Dios me imponía por haber pecado aquella vez contra el sexto mandamiento. Después, me libraba del peso de “los actos impuros” en la confesión de los primeros viernes, y no volvía a pensar en las llamas del infierno hasta la próxima. Jamás le confesé ni al Padre Chapetas, ni a nadie, el episodio de mi arrebatada salida de la niñez. Durante mucho tiempo viví con la certeza de ser un sacrílego que persistía en el pozo del pecado. Y por eso Dios me castigaba: en unos años recibí tres o cuatro postales desde lugares que me parecían lejanísimos y aureolados de exotismo. Me escribía escuetamente que le gustaba la vida en el circo y lo mucho que estaba aprendiendo. Siempre mandaba besos para mi hermano y para mi madre y ahora firmaba como Terry. Fijaos, como Terry. Nunca contesté a sus tarjetas. Bueno, tampoco conocía una dirección a donde enviarle una carta.
Pasado el tiempo, yo había perdido no sólo la inocencia y sino también el desenfado espontáneo. Me estaba convirtiendo, sin vuelta atrás, en una persona mayor y eso no me entusiasmaba. Había dejado atrás a mi familia, a mis amigos de siempre y mi casa en la Villa. Vivía en otra ciudad, en una realidad distante, sin supersticiones ni milagrerías. Ya no creía que el infierno consistiera en que alguien me las hiciera pagar en las calderas de pedro botero. Lo había padecido y estaba seguro de que mis cuentas estaban saldadas. Estudiaba con ahínco en las aulas de la ilustre universidad y descubría por las noches la música de jazz, los bares en el sótano de algún tugurio mientras bebía en la compañía de mis iguales mezclas y mejunjes insólitos.
A veces, se me posa encima una sombra de melancolía. Lo pasado reaparece sin avisar, atraído por el sabor de las perrunillas, el aroma humilde del aceite de las sardinas en lata que había goteado sobre una página del Capitán Trueno o el hedor acre a letrina de algún callejón de la ciudad de mi infancia lejana.Lo he estado pensando y he tomado la decisión. No quiero echarme atrás. Soy un hombre profesional y socialmente bien considerado, con una familia tan común que cualquiera envidiaría mi felicidad tan feliz.

Hoy, en la farmacia le he preguntado al auxiliar, que antes hubiera llamado el mancebo, si aún se siguen vendiendo esos artilugios que se utilizaban para perforarles los lóbulos de las orejas a las niñas. El mancebo, de melena ondulada, perilla rala y mosca bajo el labio inferior, me recuerda vagamente un retrato de Gustavo A. Bécquer. Me ha mirado con atención y me pone delante una caja pequeña de plástico transparente, cerrada con un precinto, en cuyo interior se ven algo como dos pendientes con falsos diamantes. «Están fabricados con acero quirúrgico esterilizado, la gema es una circonita transparente, que puede ser de color granate si lo prefiere, o una bolita metálica, sin más. No, en aro no se fabrican. Son muy fáciles de colocar y resultan indoloros. Después de dos o tres semanas de llevarlos, se pueden sustituir por los pendientes definitivos que prefieran ponerle a la niña». Le entrego los cuarenta y tres euros y salgo a la calle tranquilamente decidido.
En el bulevar, los plátanos de sombra se libran de sus hojas otoñales  con arrebatado alborozo llevados por ráfagas de viento anubarrado, hoy inusualmente cálido en esta ciudad que cae tan lejos y tan al norte de mi pueblo.

jueves, 19 de abril de 2018

Dialectología de andar por casa. Una muestra del habla de (algunos) extremeños del norte…

El extremeño no se cae; se pega una “costalá” o un “guarrazo”.

El extremeño no dice ¡Hola!; dice ¡Éééee!

El extremeño no se desviste; se empelota o se queda “en pelete”.

El extremeño no dice que tiene miedo; dice que está “zurrao”.

El extremeño no dice “¡Oye, tú!”; dice “¡Chachóóó!”

El extremeño no se excita eróticamente; se pone berraco o burro.

El extremeño no trata de convencerte; se pone “cansino”.

El extremeño no dice ¡Mira!; dice “¡Cúcha!”

El extremeño nunca dice NO; dice “Sí, por los cohones”

El extremeño no se gacha; dice se "amaga" o "se agalva"

El extremeño no te llama la atención; te dice: “Chacho, ¿ande vah?”

El extremeño no tiene una amante/novia; tiene una moza o un “chaleco”.

El extremeño no pide que lo lleven; pide que lo acerquen.

El extremeño no se impresiona; dice: “¡La virgen…!”

El extremeño no tiene lumbalgia; está “(d)esrriñoao”.

El extremeño no hace recados; hace “mandaos”

El extremeño no es un gandul; es “mu péeerro”.

El extremeño no pierde el tiempo; está vagueando.

El extremeño no te dice que no te cree o que estás equivocado; te dice “Te paece quééé…” o “¡Amoh anda…!” o “¡Venga yaaa…!”

El extremeño no te dice que estás escuchimizado; te dice que estás “runato” o “añodrío”

El extremeño no se enfada mucho; se “encojona”.

El extremeño no está gordo; está lustroso, o cebao, o "canchalón", o "cipotón", o "como un cebollo".

El extremeño no se duerme; se queda “trahpuehto”.

El extremeño no se va; sale “harreando” o “se lah pira”.

El extremeño no dice que una persona es de color (negro); dice que “eh máh negro que loh cohoneh de un burro mohíno”.

El extremeño no lleva los pantalones caídos; los lleva “ajorraos”

El extremeño no va descamisado por fuera del pantalón; va “desatacao”

El extremeño no pregunta “¿y eso?”, sino que dice: “¿poh y luego?

El extremeño no lleva la ropa desordenada; va hecho “un farragua”.

…………………………………………………………………………………………….

Estas bromas van dirigidas a todas las personas que están satisfechas de ser extremeñas y te invitarán a compartir unas migas, y el secreto, y el buche, y un buen frite, y los papones, y las tencas fritas, y el gazpacho de poleo, y el zarangollo, y la sopa de cachuela, y los repápalos, y el revuelto de criadillas de tierra con espárragos, y el escarapuche de conejo, y la macarraca, y los socochones, y la ensalá de limones, y la chanfaina, y la técula-mécula, y las migas canas, y muchos otros “avíos” de comer…
Y que, con las cañas o los chatos de una pitarra de Cañamero o de Montánchez, o de Valdefuentes o de Guadalupe o del “chinato” de Malpartida, te los acompañarán con una tapa de “prueba”, o de “chochos”, o de patatera, o de aceitunas “rajás” o “machacás”, o de ancas de ranas “entomatás”, o de “ná de ná…”
Y que habrán “apañado” aceitunas a destajo 5 meses al año, sin tiempo para echar un “cigarrote”, escardarán cebollinos toda tu vida y terminarán trasplantadas a una ciudad populosa y des-almada (póngase aquí la que se quiera), lejos de su tierra.

¡¡P’a que te enteres, so calambuco (o calambuca)!!