Este día de Todos los Santos ha salido luminoso con sol y algunas nubes.
Se prevé que hoy dejarán la ciudad más de medio millón de vehículos espoleados
por el prolongado puente de cuatro días de holganza. Ahí es nada. Mi Hada y yo
hemos preferido no participar en tan concurrido éxodo y dedicar nuestra atención, memento mori, a visitar
uno de esos lugares funerarios poco frecuentados en los que los fallecidos soportan o disfrutan
del eterno descanso.
Durante muchos años
cualquiera que pasara por delante de este Panteón tan poco ilustrado, podía
atisbar, a través de la verja herrumbrosa, una especie de estercolero de maleza,
algún raquítico arbolillo y desechos de todas clases, a pesar de encontrarse circunvalado por un convento,
una iglesia basílica de airosa torre, un colegio en otro tiempo regentado por frailes dominicos y, situado en calle muy próxima, la espléndida Real Fábrica
de Tapices. Resultaba muy lamentable e irrespetuoso para con los que allí dormían el sueño eterno. De poco tiempo acá El Panteón de
Hombres Ilustres, de Madrid, es una estupenda muestra de la recuperación de un
histórico mausoleo en el que coinciden la política, las variadas artes, la
oligarquía, la muerte en diversas modalidades, el olvido prolongado y la loable reciente rehabilitación
de este interesante lugar. Recorrer las dependencias y los jardines bien cuidados supone, para el visitante curioso y ajeno a
los prejuicios de cualquier índole, no sólo unas lecciones de nuestra historia en la se confunden
por separado personajes sorprendentes, artífices de la patria, sujetos de
dudosa ejemplaridad, potentados del dinero junto a otros que fueron víctimas de
las circunstancias que les tocó vivir y morir.
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