Con cierta periodicidad siento la llamada del Camino. Soy un deambulador peculiar que no puede caminar a pie, ni a caballo, ni en bicicleta u otro artilugio: siempre en coche y acompañado de mi Hada del Otoño, sin la que no me imagino la vida. No ejerzo de peregrino ni de turista ni de romero: tan sólo me considero un curioso espoleado por la llamada de cualquier camino, el paisaje y los naturales del país. En el “camino francés” se halla León y en León la hermosa plaza de San Marcos.
sopla un airecillo frescachón a esta prima hora.
Aquí me he topado con un peregrino de los de antes, de los que van por libre y en solitario, ligero de equipaje y ataviado a la usanza de otro tiempo; es posible que se haya detenido a limpiarse en el cercano Bernesga, hoy en estiaje, y ahora descansa, sentado en las gradas sobre las que se levanta un crucero, hito hacia la tumba del apóstol. Inmóvil, está descalzo, las desportilladas sandalias a un lado y lleva los pies envueltos en trapos. Mira al cielo sin pestañear, quizás dormita con la cabeza echada hacia atrás, tocada con un sombrerillo redondo de ala corta, una mano sobre la otra, con placidez. Una saya como hábito y, sobre los hombros, un capotillo con esclavina. Le he preguntado algo; no contesta ni se inmuta: tal vez sea extranjero. Todo en él transmite una imperturbable y silenciosa concentración. Los soles, la lluvia, el aire y las escarchas le han dado a su figura un tono bronceado auténtico. En el mes de julio, 2014.
Momento pleno: El Hada nos observa, atenta, arrebujada en su chal de tul ilusión.
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