Sobre la mesa, Daniel escribe crónicas para su periódico y ensoñaciones para sí mismo desde este paraje remoto en el que siempre es de noche aun cuando sea de día. La estilográfica reposa o descansa encima de unas cuartillas a medio acabar, como interrumpida por un paréntesis en la tarea o en un desmayo de la inspiración. Es una pluma rotunda y maciza, del color de la antracita, pulida y brillante, con una estrella de marfil de puntas redondeadas en el remate del capuchón, en torno al que se enrosca una serpiente plateada de ojos de amatista, dos diminutas gotitas violeta. Un objeto que suscitaría el deseo de poseerlo y que empujaría al robo gratuito e indisculpable. El plumín de oro, cargado con negra tinta, va devanando sobre el papel la fina hebra del pasado, del presente, y quién sabe si del futuro, de este transterrado. Cada noche y cada día traslada con palabras elegidas, los paisajes y los nombres lejanos.
Cuando remata y da por acabadas las páginas para el diario alimenticio, Daniel se pone al teclado del ordenador y con los dedos índice, medio y pulgar de ambas manos, va incorporando líneas a la pantalla iluminada con el ensimismamiento del que encaja rimeros de palabras sin apenas comprometerse con ellas: “Estocolmo, Viena y París han solicitada a la Unión Europea la puesta en marcha de un plan para crear un equipo de expertos que trabajen en la elaboración de un proyecto que consolide los acuerdo políticos y económicos…”